La entrada en la vida

José Antonio Millán

 

Visite otros títulos de la Sección antinatalista de este sitio Como en los últimos años mi supervivencia constituye un auténtico milagro, de vez en cuando mis amigos con hijos o sobrinos en edad laboral —y por supuesto sin trabajo— me piden que hable con ellos, para orientarles con mi experiencia en el complejo mundo profesional. No suelo negarme: nunca se sabe qué puede ayudar a uno de estos jóvenes a labrarse una posición en la vida.

Hace poco tiempo me llamó una amiga muy querida: pretendía que tuviera una entrevista con su hijo. "Es listísimo —me dijo—: tiene dos licenciaturas y varios másters, y ahí está: a los veintinueve años, y sin haber trabajado nunca. A ver qúe se te ocurre… Como tú trabajas en esas cosas tan raras… Quién sabe… Habláis, y a él seguro que le sirve…".

Me cité, por supuesto, con el muchacho: ¡qué podía negarle a mi buena amiga!. Resultó ser un joven brillante y bien parecido, muy articulado. Le interrogué detenidamente. Sus palabras rebosaban amargura:

— En ninguna empresa me cogerán. Compréndelo: estoy lleno de títulos y cursos, pero nunca he trabajado…

—¿Qué has hecho, aparte de tus dos carreras? —le pregunté.

— Un máster en administración, otro en recursos humanos, varios cursillos de informática (es necesario, ¿no?), un curso para encontrar empleo, un seminario sobre cómo preparar un currículum y otro sobre cómo comportarse en una entrevista de selección de empleo.

Eso me descolocó:

—¿Y cómo hay que comportarse?

— Por ejemplo: hay que dar la mano muy fuerte: mira —y me la estrechó hasta hacerme daño.

— Bien, bien —la retiré en cuanto pude. El chico no encontraría trabajo, pero daba la impresión de que muchos estaban encontrándolo a costa de gente como él… Proseguí:

—… Y resulta que no te seleccionan en ninguna empresa.

— No, claro: sin experiencia, cómo van a cogerme… Necesito trabajar en algo, como sea…

Uno lee muchos periódicos, de modo que tiene un conocimiento aproximado de la realidad, y a veces se le ocurren cosas:

— ¿Y una ONG? ¿Por qué no te metes en una ONG? Los jóvenes lo hacen… Tú eres logopeda, ¿no? —no era exactamente eso, pero no recuerdo con precisión su esotérica especialidad— ¿No hay "Logopedas sin fronteras"?

Me miró, como con mucha paciencia:

— Sí: claro que lo hay… Pero las ONG no pagan, hombre; precisamente van de eso… Y yo quiero poder vivir de algo, mientras tanto.

Yo quería que el hijo de mi bella amiga (¡y cómo me recordaba a ella!) tuviera alguna solución, de modo que pensé furiosamente. Al poco, otra idea me atravesaba la mente:

—¿Y de becario? Hay empresas que aceptan becarios… ¡Eso es!, pagarán poco, pero…

Tragó saliva, y me contestó:

— ¿Sabes cuánto pagan exactamente a un becario?

Me lo dijo: sólo el alquiler de un piso modesto cuesta el triple, y además a cualquier joven le conviene comer y comprarse alguna ropa. No daba crédito a mis oídos, y le dije que investigaría esa cuestión.

Le acompañé hacia la puerta, con la promesa de volver a llamarle en cuanto averiguara algunas cosas. ¿Dónde le podía telefonear?

— A casa de mi madre, claro —dijo, con un tono de reproche, como si me estuviera burlando de el, o echando sal en la herida—… No pensarás que tengo piso propio…

En cuanto le dejé, llamé a un amigo que tiene una empresa:

— ¡Huy! —me dijo— ¿Nosotros? ¿A los becarios? Ni un duro… ¡Bastante tienen con aprender el oficio! Y salen contentos, no creas…

Llamé a otro, y me dijo prácticamente lo mismo. Y a otro. Pronto me convencí de que había incluso quienes no pagaban nada a los becarios. "Bueno, como los aprendices medievales…", pensé, para consolarme. No hubo manera. A medida que avanzaba la investigación, me iba sintiendo peor.

Por esos días tuve que ir a ver a alguien en una especie de agencia de publicidad. Mientras esperaba en un horrible pasillo lleno de pósters, vi deambular de aquí para allá a un joven pálido.

— Eres becario, ¿verdad?—le espeté, aprovechando un momento en que estábamos solos.

Me miró, sorprendido:

— ¡Sí! ¿Cómo lo sabe?

— No importa: tengo un sexto sentido. ¿Qué tal el trabajo? Apasionante la agencia, ¿no?… ¿Aprendes algo?

— ¡Puffff! —miró a los lados, con precaución; seguía sin haber nadie— Estoy todo el día haciendo fotocopias… —interrumpió con un gesto lo que iba a decirle— Pero no me quejo: me costó barato… Y hago currículum —concluyó, triunfante…

¡"Me costó barato"! Dios mío… En cuanto salí de allí me puse de nuevo a indagar, y mis sospechas se confirmaron: de un sitio y de otro me dijeron que era normal, e incluso frecuente, que los becarios pagaran por trabajar.

Pasaron los días. Había quedado en llamar al hijo de mi amiga, pero ahora cada vez me sentía peor: ¿qué iba a decirle?: "¿Cuánto tienes ahorrado, muchacho?"

Paseaba una tarde, pensando en estas tristes cosas, cuando, pegado a la ventana de una oficina, vi un cartel: "Hacen falta dos becarios", y un número de teléfono debajo.

Volví a casa, dispuesto a todo. Me senté ante el aparato. Me preparé mentalmente, vaciándome para pasar por joven e inexperto (no me costó mucho); aclaré mi voz, respiré hondo, y marqué el número:

— Buenas, llamaba por lo de los becarios… ¿Cuánto pag…? Perdón: ¿cuánto hay que pagar?

— Verás, chaval —me contestó una voz afable—: resulta que estáis llamando mucha gente: el último ofrecía tanto —y me dijo la cifra, equivalía a la mitad del alquiler de un piso—… Claro, que si quieres mejorarla… Aún podríamos llegar a un acuerdo… El puesto no está dado.

Colgué.

No he llamado al hijo de mi amiga. Tampoco quiero que me llame ella, ni él. En realidad, no quiero que me llame nadie. No cojo el teléfono. Tengo algo que pensar.

Publicado en ETC (Barcelona), junio 1999:
http://www.etc.se/produccion/index.html

 

arriba

atrás adelante

salida