El espía geográfico

 

José Antonio Millán

 

Mi historia trata de un pandhit, de uno de esos esforzados miembros del cuerpo que creó el coronel Stonewall en la India, para cartografiar el inmenso territorio enemigo que les rodeaba.

Disfrazados de monjes, con la túnica azafranada sobre el cuerpo, y el grado de suboficial de la Reina en el corazón, nada era lo que parecía. El rosario escondía un ábaco, y el puño del bastón un sextante simplificado. Lo que bisbiseaban constantemente no eran oraciones, sino cifras. Y a nuestro pandhit le encomendaron medir el Tibet.

Con el paso medido y uniforme que era la clave de todo, subió y bajó las montañas del Nepal, vadeó ríos, se unió a mercaderes, fue raptado por bandidos y cuando se escapó, desanduvo el camino en un rodeo que le habría permitido llegar de Bristol a Edimburgo.

Con el murmullo en los labios resolvió pasos en millas, las millas en docenas de millas, y las docenas en gruesas, que marcaba con guijarros en un pliegue de la túnica. ¡Un hombre descalzo para medir una extensión gigantesca, cuando la ortodoxia agrimensora exigía lentas cabalgaduras que arrastraban una rueda de dos metros de diámetro!

El viaje duró tres años. Volvió, dibujó un mapa con una precisión que hoy sabemos asombrosa, y se retiró con honores a los cincuenta años. Vivió mucho, conoció a sus nietos y hasta el final se puso el uniforme del ejercito británico los días de fiesta. En su vida plácida rodeado de los suyos, podríamos preguntarnos qué le quedó de su aventura, de no ser porque nos ha llegado (a través de las memorias de Stonewall, Veranos del Panjub) el sobrenombre con el que fue conocido el resto de sus días. Traducido de su dialecto local viene a ser: "el que murmura cuando camina".

 

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