Ende, o la locomotora embarazada

 

José Antonio Millán

 

Mi primer recuerdo de Michael Ende es también mi primera experiencia de un relato fantástico en estado puro: un artefacto ficcional envolvente, inesperado en todos sus recodos; una máquina de imaginar que te dejaba, materialmente, sin aliento. Y fue así: una mañana de Navidad de hace muchos años mi abuelo se presentó, como solía, con tres ejemplares del mismo libro: uno para cada uno de sus tres nietos mayores. En esta ocasión era Jim Botón y Lucas el maquinista.

En cuanto pude abrí el libro y empecé a leerlo. La acción comenzaba en una isla habitada por un rey y tres súbditos y medio. El rey se llamaba Alfonso Doce-menos-cuarto. Uno se sentía de golpe en terreno familiar, porque además de las descripciones había unos bellos dibujos a plumilla donde se veía la isla, cubierta de vías férreas y horadada de túneles, y a Lucas el maquinista, con su pasmosa habilidad para escupir en looping. Pronto surgía el conflicto (que siempre tiene que existir para que la acción progrese), y el maquinista y su ayudante Jim tenían que abandonar la isla a bordo de su locomotora Emma, calafateada de modo que pudiera hacer de barco.

Paladeo la palabra ca-la-fa-te-a-da, y me sique sabiendo igual que cuando la encontré en este libro. Cada vez que presencio los intentos por controlar el vocabulario de la literatura para niños, por ajustar sus palabras a unos presuntos niveles de dificultad por edades, recupero el sabor de las muchas palabras desconocidas encontradas en este y otros muchos libros maravillosos. ¿Castradores del lenguaje? ¡Que los calafateen a todos!

El viaje llevaba a unas costas de árboles transparentes que emitían música con el viento. "¡China!", reconoció inmediatamente Lucas. La China de Ende era un prodigio de recreación literaria de un tópico para delicia del lector: destaco sólo la tarea minuciosa de los limpiaorejas callejeros, con su batería de pinceles, cepillitos y algodones, y el agradabilísimo cosquilleo que despertaban en el abandonado cliente, y que desde entonces sólo he podido añorar.

Había también muchas otras cosas, claro. Una figura descomunal aparece en el desierto: se trata de un desdichado gigante aparente, que se agranda a medida que se aleja, a diferencia de los seres normales, enanos aparentes. O la vida inversa de los dragones, que nada más levantarse por la mañana se ensucian con carbón. Pero en mi memoria pocas cosas brillan como el embarazo secreto de Emma, que da a luz en un capítulo final a una pequeña locomotora, de suave silbido y faros entrecerrados.

No sé qué hora sería cuando abandoné esa primera lectura. Las letras me bailaban, y tenía una sensación de vértigo. Dentro de mí bullía el ancho mar, la China imaginada, desiertos sin límites, máquinas que vivían, la caótica ciudad de los dragones y además mi súbita, angustiosa consciencia de ser un enano aparente. Puedo decir que nunca más fui el mismo, porque es verdad. Y Ende tuvo ese poder: no en todas, pero sí en muchas de sus obras. El poder de sacar de sí al lector para devolverlo muchas horas después, sobrecogido y exultante, a una morada extraña.

 

[Publicado en El País, 30 de agosto de 1995, como necrológica, lamentablemente]

 

Volver a la portada