Perico Pastor pinta,
o reivindicación del espectador

 

José Antonio Millán

 

Imaginémonos por un momento a Perico Pastor pintando al óleo. No.

Por un lado tenemos los trazos: finos, gruesos, controlados o tal cual, engrosados o huidizos. Cuando el pincel se despega del papel por obra de la violencia del gesto o de la precipitación, o cuando la tinta china o la acuarela se han agotado en el camino, el trazo se abre o palidece o se difumina hacia la nada (dejando tras de sí pequeños recuerdos). O bien, cuando el gesto se demora y el pincel lleva una carga suficiente, o se aplica con premeditación, todo: el tiempo, el contacto y las propiedades capilares del papel juegan complementariamente, y surgen las líneas vibrantes de emborronado, las tintas propagándose por los meandros del papel, las misteriosas atracciones que acumulan pigmentos en una zona.

Organizadas por la gestalt humana (y aquí P.P., como todos los pintores, juega con ventaja), las líneas esbozan perspectivas, los borroneados profundidades y movimientos, los deslizamientos crean climas y las manchas rictus. Líneas verticales esbozan personajes o árboles, líneas horizontales, mares o yacentes. Zonas caóticas de aplicación aleatoria evocan naturalezas fractales: cabellos, tempestades; simetrías bilaterales, rostros o anatomías (luego repararemos en que la anatomía A masturba cuidadosamente a la anatomía B).

Y ahora hablaremos del color. Por obra de una relación mucho más íntima y duradera con el soporte, los colores dominantes exponen bien a las claras la naturaleza del medio: suves pelusillas, rugosidades irregulares de los papeles del Oriente. No hay capa uniforme que no se deshaga en un mar de fragmentos (apenas se mira cuidadosamente), como si se trasluciera así el origen vario de los materiales que una tecnología milenaria --aunque poco-- ha conformado en unión. Pero así, y siempre gracias a nosotros los espectadores, pueden brillar las lunas y su luz se difumina en la atmósfera, transmite rotundidad la espalda del veraneante o las jugosas carnalidades de modelos núbiles (ay, ya hace tiempo madres), provocan un chasquido en algún código recóndito.

Pero todo con sus bordes. Lamentándolo mucho, yo siempre veo antes el borde irregular del papel, su vago deshilachamiento, que la obra en sí. Desde luego, la rugosidad que destaca sobre el fondo me parece de entrada una muestra de honradez, de maestría: ese no ocultar el proceso, o sus elementos (perceptibles en algún grumo de pulpa al descubierto). Veo al proverbial nipón o al industrioso segoviano sacando el papel de la prensa, y manejándolo con todo cuidado y manos limpias. ¡Todo para que llegue luego Perico y lo acometa con el pincel húmedo, pero no demasiado! Aunque insisto, esto pueden ser sólo problemas míos.

Bueno: y todo, ¿para qué? (y nos estamos acercando al núcleo). Milenios, pulpas y "pinceles finísimos de pelo de camello", esos verdes o naranjas que Perico crea especialmente en su taller (y que yo jamás he visto recogidos en un Pantone), ¿al servicio de qué? ¿Para acabar mecidos en una pared? ¿Para poner a nuestros contemporáneos, nuestras tormentas y bidés allá donde estuvieron las tormentas y contemporáneos (bidés creo que no llegaron a pintar) de los que nos precedieron?. Vermeer, Degas, Casas...

Pero nos acercamos al fin, a medida que el espacio se agota, y --a modo de escarmiento y resumen-- acecha el borde abrupto de la página, ahora cortada, ay, a guillotina.

 

[Para un catálogo, a principios de 1995]

 

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