Condé
y los filos del encuentro

José Antonio Millán

 

Miguel Condé nació en 1939 en Pittsburgh, Pennsylvania, de padre mexicano y madre nortemericana. Ha residido sucesivamente en Nueva York, París, Sitges y (por alguna razón) Madrid. En Ohio puede ser becado como "artista extranjero", en París participar en una exposición de "pintores-grabadores franceses" y en México D.F. exponer en una "Galería de arte Mexicano". En 1983 las Salas Picasso de la Biblioteca Nacional de Madrid ofrecieron una gran antológica de sus grabados.

Desde hace seis años su obra confluye cada verano en Cadaqués con las esculturas de Juan Luis Buñuel, en la galería Carlos Lozano.

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"Miguel, hijo", pudo haber empezado todo, "te doy el permiso y la orden de recorrer el Imperio durante trescientos ciclos, para que reflejes en telas y papeles a sus varones célebres, las mujeres y a los que no lo son en absoluto. Se te abrirán las estancias y caminos, beberás de todo estanque que desees, y los juegos y los encuentros de mis gentes podrás compartirlos como gustes. Pero de lo que sabes, cállalo todo. Yo el Guardián de los Horizontes Medios, etc.".

Fiel a este mandato o súplica, y merced a algún pliegue espacio-temporal, el grabador, dibujante y pintor Miguel Condé lleva años recorriendo bifurcaciones rechazadas que llevan a mundos posibles, husmeando en recovecos que no transitó la historia de nuestro planeta, para desde allí, concentrado y capaz, dar testimonio.

Sabemos mucho del mundo que más frecuenta, porque es larga la serie de imágenes que nos lo restituye desde hace casi tres décadas. Por lo general nos encontramos ante un paisaje árido, aunque alguna alberca con peces pueda dar impresión de frescor. Dos o más personajes (casi nunca uno solo) han sido sorprendidos en el limbo de un encuentro, al filo de una conversación. Podrían estar a punto de decirse algo; podrían haber callado en el último segundo; cabría también la posibilidad de que estén más allá de toda habla.

Sus ropajes son ricos, y el pincel del pintor, el grafito del dibujante o el punzón del grabador se ha recreado con frecuencia en su superficie: bordados preciosos, motivos geométricos que se repiten; telas jaspeadas que conforman túnicas. Emergen de ellas rostros serios, vagamente ausentes, concentrados. Sobre los nobles cráneos, una teoría de sombreros, tocados, turbantes de formas riquísimas, con colores y signos, de los que escapan cabellos mal cortados. Los rostros, casi siempre masculinos, tienen una sombra de barba, y lo que al principio tomamos por un gesto serio podría no serlo: hay suspensión, pero también placidez; encuentro, pero también comunión.

La impresión es vagamente oriental, por los tocados, las vestiduras, el tranquilo empaque de los ademanes, pero los rostros son europeos. Podría ser una Venecia trastornada, aunque esta cultura no ha desarrollado palacios, sino únicamente bienes muebles: tejidos, pequeños instrumentos musicales, armas, bastones, cometas... ¿una Bizancio de nómadas? No usan alfabetos, y los signos que rotulan sus cables o adornan sus sombreros son tan solo trampas para filólogos.

Las figuras centrales, es bien claro, son de la clase acomodada. No confundáis los pliegues de su frente con las preocupaciones del mañana: hay algo más profundo. Surgiendo de las amplias mangas, las manos se retuercen desdibujadas. El trazo sabio, de pintor del Quattrocento, que ha modelado rostros y vestiduras se difumina aquí en pentimentos, bosquejos, negativa a dar forma. ¿Hay culpa en estas manos?

Las figuras desnudas, transexuales o transexuadas que con frecuencia forman parte de las reuniones, pueden tal vez saberlo. O los seres vejados, que portan capirotes y llevan a otro a cuestas. O las mujeres a cuyas partes pudendas figuras impertérritas aproximan pescados. Pero también hay un mundo de contemplación, de calmado placer, de infinita desgana en los personajes que se aproximan flechas, que miran al unísono al vacío.

¡Y vedlos cuando llega el momento de las operaciones! Porque a veces despliegan los lectores de epidermis, nudos expertos, detectores de espasmos, o cualquier cosa que sean, y los cables y parches y embudos geométricos comunicarán el cerebro de uno con el vientre de otro; una frente con su oreja y la rodilla, para acabar perdiéndose en el suelo. Son capaces de pasar horas escrutando, haciendo comparaciones, o sencillamente en espera.

Podría pensarse que estamos ante un universo opaco, pero nada más lejos de la realidad: pisamos los umbrales de la transparencia. Propiedades sutiles de la atmósfera, o una mirada excesiva del artista, han puesto al descubierto aquí y allá la anatomía. Hay quien viste un árbol venoso, o la red de los nervios, o asoma los haces musculares bajo el torso. No parece importarles. El desollado permanece más acá del rictus y su contemplador ahoga un asombro. En el mundo lejano que frecuenta Condé mucho más hace falta para perder la calma.

 

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Última modificación, 26 de mayo del 2007.
Publicado originalmente en El País, agosto de 1994
Web de Miguel Condé

 

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