José Antonio Millán
Andar es enlazar una sucesión de desequilibrios. El peso del cuerpo gravita sobre una extremidad, se suspende por un momento en el limbo de la indecisión, y se deja caer sobre la opuesta. Pienso en eso a menudo, pero no mientras estoy andando, porque entonces, estoy seguro, se rompería el milagro, y podría caer (con la cara de estupor de un niño muy pequeño que de pronto se descubre en el abismo que se abre entre los brazos de sus padres).
En la década de 1870 el fotógrafo E. Muybridge, usando del nuevo dispositivo que congelaba el tiempo, la fotografía, se dedicó a analizar movimientos de hombres y animales. Tenemos imágenes muy simples y bellas de un sujeto membrudo (con el típico músculo antiguo) que da pasos frente a una cuadrícula que permite seguir la progresión. Muybridge debió de examinar pensativamente (antes de suicidarse) las fotos en que su modelo, helado de improviso en la posición en que está retratado, caería irremisiblemente hacia adelante, o hacia atrás.
Me gusta mucho andar, y notar cómo la sabia gestión de estos conatos de caídas me van llevando hacia algún lugar. (y puedo observar cómo el suelo discurre bajo mis pies, casi con un deslizamiento propio...) Se pueden devorar kilómetros con gran tranquilidad, si el terreno es llano y el sol no descarga con excesiva violencia. He dicho terreno llano, pero una pequeña loma, o una curva para acomodarse al curso de un río son siempre bienvenidos. Por eso, por la unión de accidentes de la tierra y del cielo, son escenarios ideales la Alcarria primaveral y el Ampurdán del otoño. Pero hay muchos más.
Un estrecho camino de tierra: ese es el mejor ámbito de la marcha. Y no perdiéndose solitario en el horizonte, sino jalonado de pequeños pueblos. Eso es lo que hace que la marcha se transforme en viaje, como cuando nuestros héroes del XVI cruzaban la península, o Rousseau recorría a pie Europa. No se puede viajar a pie por carreteras de asfalto, siempre atronadas por coches, que son mala compañía para el que camina, que en general son mala compañía. Por eso, quienes, sin abandonar su medio, deseen hacer largos trayectos que los eviten necesitan conocer recorridos especiales (de Jadraque a Valtablado del Río, por ejemplo; o de Bristol al mar por la garganta del Avon). Hay, por fortuna, quienes planean, describen e incluso protegen estos trayectos que aún mantienen la ilusión de una época en que el hombre podía viajarse a sí mismo, en vez de ser transportado.
Pero además, caminar permite el tránsito por lugares inaccesibles para cualquier otro medio: senderos estrechísimos, desigualdades del terreno. Esta capacidad de la marcha bípeda para colocarse en lugares a los que no llegan ni ruedas ni orugas es lo que impulsa a los laboratorios de robótica a intentar máquinas andadoras. He visto películas en que ingenios mecánicos trastabillean y caen (por no saber controlar adecuadamente los desequilibrios), y me he reído a veces recordándoles, mientras salvaba una cárcava abierta por las lluvias saltando de una roca a otra.
Saltando, y cayendo sobre una superficie suave en el interior, flexible y áspera hacia fuera. Hay muchos tipos de calzado, pero quienes escogemos la marcha tranquila podemos conformarnos durante el buen tiempo con alguno ligero. Sé lo impresionantes que pueden resultar algunas zapatillas modernas de deporte, monstruosas y llenas de tiras: las llevan mucho los jóvenes, ignorantes tal vez de que uno de sus ingredientes básicos es la piel de canguro. Pero prefiero alguna muestra de ingenierías pretéritas, como la acreditada espardeña catalana (o cualquiera de sus equivalentes peninsulares), que se basa en el mismo principio del puente colgante: las cintas, atadas con una o dos vueltas a los tobillos, discurren después paralelamente desde el talón para juntarse en la puntera, de forma que, aun en su extensión máxima, o en la máxima flexión, el pie siempre está asegurado. Unase a eso la plantilla de esparto (áspera, pero no en exceso) y las amplias aberturas laterales, y se estará ante una creación resistente, bien ventilada y flexible como pocas, porque no en vano cada puntada, cada doblez de la tela ha sido puesta a prueba por generaciones de hombres y mujeres, desde hace mucho tiempo.
La modernidad cayó también sobre la espardeña, pero en este caso para perfeccionarla, porque la suela originaria de esparto prensado se refuerza ahora con una goma de neumático (cuidadosamente cortada en la forma de la plantilla, y con las estrías situadas longitudinalmente al pie). Me gusta pensar, cuando trepo por algunos de los senderos más ásperos, que en realidad me agarro con los retazos del neumático de un viejo automóvil, mientras allá en los laboratorios los robots andadores trastabillean, y caen.
[Publicado en Cambio 16, 2 de diciembre de 1991]
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