José Antonio Millán
De algún punto de Africa brotó una marea viviente, que habría de extenderse por el mundo. Sus miembros (que éramos nosotros) remontaron sierras y atravesaron desiertos y selvas, vadearon ríos, o esperaron a que se secaran, cruzaron estrechos y brazos de mar aprovechando que conmociones telúricas los habían aproximado, pero retrocedieron ante el hielo, porque era una marea cálida. Luego aprendieron también a sobrevivir al frío, y las placas heladas fueron puentes que les franquearon la entrada a otros continentes. Su avance era una marcha de relevos, un flujo y reflujo de corrientes, porque los que caían eran sobrepasados por los siguientes, y la marea avanzó y cubrió el mundo.
Andando llegamos a los confines de la Tierra. Cuando los animales consintieron nuestro peso y nos llevaron allá donde queríamos, ya habíamos llegado. Cuando hicimos máquinas que nos arrastraran en su movimiento, ya habíamos llegado. Cuando una red de caminos conectó todos los puntos del globo, ya habíamos llegado. Llegamos andando.
Cuando la nobleza iba en carruajes y a lomos de bestias (los caballeros), nosotros andábamos. Y cuando los ejércitos cruzaban continentes, nosotros caminábamos como niños (los infantes). Y cuando los primeros automóviles avanzaron con su trepidación de juguete mecánico, nosotros, que íbamos a pie, nos hicimos a un lado. Hemos andado hasta ahora.
El balanceo de la marcha humana ha acunado intrauterinamente a los recién llegados. Los libros de pediatría recomiendan para mecer al niño un ritmo "similar al de la persona que anda". Cuando movemos la cuna, estamos remedando un paseo tranquilo: "duerme, niño", decimos en realidad, "que estamos en marcha".
Nuestra lengua, nuestra gramática está imbuida también del sentido del andar; las perífrasis verbales se construyen con verbos de marcha, aunque ya no nos demos cuenta: "no me voy a quedar así", "andas dándole vueltas a algo", "está camino de adivinarlo". Y sin embargo, ahora no vamos, sino que nos llevan; no andamos, sino que nos andan.
Las imágenes exóticas que intentan reflejar el tipismo (lo que podríamos llamar el estilo National Geographic) abundan en un tipo de escena. Plano muy general: una carretera o un camino; como fondo, las montañas del Atlas, la planicie de la estepa o el Kalahari: tanto da. El paisaje, grandioso, está desierto, salvo por una (a veces dos) figuritas humanas, empequeñecidas por la distancia, que avanzan por la ruta. Esta serpentea delante y detrás, o se aleja en una recta interminable. ¿De dónde viene ese caminante? ¿A dónde va? "Días y días de marcha", glosa el pie de foto, "lleva recorridos este tuareg [o bosquimano, o nativo, a escoger]. Un pequeño hato de provisiones, la ropa que lleva puesta, son todo su equipaje".
Esta escena juega con varios de nuestros fantasmas: la agorafobia (o temor de los espacios abiertos), la soledad, la presencia opresiva de la naturaleza, la falta de motivación del viaje (pues aparentemente carece de origen y destino), su alargamiento interminable, la escasez, el miedo. Pero el tuareg que va a la boda de su prima, para la que ha salido con un mes de antelación, o el bosquimano en expedición de caza, no están "perdidos en la inmensidad", sino que la habitan y se sirven de ella como medio para conseguir sus objetivos.
¡Lejos de nosotros la tentación de glorificar su dura vida! Pero reconozcamos que nuestras ganancias de tiempo en los desplazamientos se inscriben en un proceso que nos ha quitado todo el tiempo. Que nuestra acumulación de objetos y necesidades ha sustituido el hato de viaje por una montaña de enseres que nos sepulta e impide todo movimiento. Que nos hemos librado de la soledad a costa de la muchedumbre, de lo imprevisto a costa de renunciar a la sorpresa. Y, por último, que somos llevados, transportados, cogidos y depositados y hemos perdido todo control, todo sentido del proceso de tránsito.
Un viaje no es un recorrido por la línea más corta entre dos puntos; es otras cosas: la degustación de la distancia, de los detalles intermedios, la lenta modificación de las perspectivas (y de golpe, ¡mira!: se ha abierto el valle en una llanura); y al final el júbilo de la llegada. Por eso el viaje por excelencia es el viaje a pie, con la alternancia de las extremidades y el fuelle del pulmón comunicando energía; con ese ritmo ni fatigoso ni descansado que es el de la marcha, y su tiempo propio: un tiempo esencialmente liminar, lleno (de esfuerzo, de progresión) pero extrañamente vacío, que permite inscribir en su interior cualquier cosa. Por ejemplo, un relato.
Aunque lo recuerden frases hechas y se acuñe en refranes, hemos olvidado que andando se llega, literalmente, a cualquier sitio. Viajar significó siempre andar: andaban los protagonistas de las novelas del XVII, de Madrid a Segovia, de Zaragoza a Barcelona, y el ritmo del camino se proyecta en las historias y constituye las historias. Como responde el personaje de Cervantes a quien le pide una información: "que era largo de contar; pero que él se lo contaría si acaso iban un mesmo camino".
El personaje que está narrando algo y se detiene por cualquier circunstancia es animado con las mismas expresiones que se utilizarían para el que se ha parado en un camino, por ejemplo: ¡sigue adelante! Del que entretiene su relato con circunstancias laterales, se dice que da rodeos, o se desvía. Sí: relato y camino se hacen una misma cosa en la novela de los Siglos de Oro, y en nuestra lengua quedan los restos fósiles que lo testimonian.
Los viajes de los filósofos del XVIII eran a pie, y a pie cruzaban Europa, para acogerse al favor de un poderoso, o huir de las iras de un príncipe ofendido. La imagen del ser humano en marcha compendia la idea de libertad: no hay tiranía, no hay abuso para quien puede ponerse en pie e ir donde quiere. Por eso la infamia de cadenas, grilletes, y --todavía peor-- las mutilaciones que impiden específicamente ejercer ese derecho: cortar los dedos de los pies, seccionar los tendones del tobillo.
La revolución industrial se nutrió de esa corriente de cientos de millares de seres que además de su fuerza sólo tenían su movilidad. En las grandes urbes fabriles (como refleja Dickens en Hard times) era normal que el obrero debiera caminar hasta dos horas para llegar a su puesto de trabajo... y dos más para regresar. Eso quienes tenían una ocupación: recuerda Sharon Stichter cómo a principios de siglo los obreros de Rhodesia caminaban más de mil kilómetros para buscar trabajo en las minas de Sudáfrica. Esa afluencia de mano de obra itinerante, en el fondo libre e incontrolada, hizo que pronto surgieran intentos de regularla: interceptar a los trabajadores, ofrecerles transporte y víveres hasta su destino, y de esa forma atarles con una deuda que su trabajo nunca conseguiría saldar del todo. El crédito y los intereses desvelan aquí su verdadera condición de grilletes contemporáneos.
Hubo que llegar hasta este siglo, para que renunciáramos por completo (por supuesto, en el mundo desarrollado) a hacer uso de nuestras piernas. Nuestros viajes son trayectos en que somos llevados, nuestros paseos, actividades terapéuticas, nuestros desplazamientos a pie, conexiones entre medios de transporte. Recientemente, incluso ha habido que recordar al mundo occidental que alguna vez marchamos a pie, y ha tenido que surgir una mística del desplazamiento que contrapese la realidad actual: la que tan bien encarna la obra de Bruce Chatwin.
En la actualidad, en nuestro mundo, el caminante por excelencia es el caminante urbano. Como para compensar siglos de penosa progresión tras los ganados, de marcha hasta las tierras de labor, nuestras actuales poblaciones rurales sólo dejan el sillín del tractor para sustituirlo por el de la motocicleta, el de la "mula mecánica" o el asiento del coche, pero raramente andarán. Las distancias, la ausencia de regulaciones en los caminos rústicos y la facilidad de aparcamiento han contribuido sin duda a extender este comportamiento.
Pero en la ciudad el desplazamiento bipedal cobra de nuevo un valor de supervivencia. Las grandes urbes del siglo pasado son espacios densos que optimizan en su compleja trama el contacto entre la actividad económica y la población. Con una proliferación que encuentra en los órganos del cuerpo su imagen y su metáfora (redes de arterias, arteriolas, capilares; vellosidades intestinales), la red de avenidas, calles, callejas e incluso pasajes interiores (como en París) pone en contacto un sinfín de industrias y servicios con sus proveedores y compradores. Los negocios llenan todos los espacios de la trama urbana, y además parasitan lugares de paso, como portales devenidos tiendecillas, o aceras que habitan vendedores ambulantes. Y la masa humana recorre esos vericuetos buscando algo que comprar, que vender, que coger, que robar. La busca es el oficio de esos incansables andarines de las obras de Dostoyevski, de Baroja o de Döblin: el incansable ir y venir por las calles haciendo contactos, activando los existentes, recogiendo información al azar, aprovechando las oportunidades allá donde surgen.
La gran ciudad contemporánea, esa trama sobreexplotada y exasperante, sigue siendo paradójicamente el reino del que marcha a pie: el caminante o, sencillamente la persona (valgan estos circunloquios para rechazar la etiqueta infamante peatón, que sólo tiene sentido desde el universo de quienes utilizan el coche). "El que anda", pues, tiene la ventaja de poder colarse por los intersticios de la espesa sopa de vehículos que llena las arterias ciudadanas: escurrirse entre coches aparcados, hacerse a un lado ágilmente para esquivar una embestida, cruzar por lugares no dispuestos para tal efecto. Desde la claudicación ante el automóvil (hace ya más de cuatro décadas) no hay ignominia que se haya ahorrado al no-cochista, por ejemplo: "pasos de peatones" colocados allá donde menos estorban al "tráfico rodado", aunque fuercen a los humanos a largos rodeos (o a exponerse a los depredadores subterráneos) para cruzar una simple calle.
No es raro, pues, que la actitud libre, ligeramente retadora, de la persona que cruza por donde quiere atraiga las iras de los conductores. Quien se haya quedado aislado en medio de las dos corrientes opuestas de una avenida, por no querer afrontar los riesgos del paso subterráneo, conoce el sabor agrio del rebufo en la nuca de los coches que pasan, del vértigo de los de delante. Conoce también las miradas, mezcla de estupefacción y hostilidad, con que los que conducen registran su existencia, y la condescendiencia sádica con que, aminorando por un instante la marcha, tras un gesto aquiescente apenas perceptible, dejan que el culpable alcance el seguro de la orilla opuesta.
Y sin embargo, el recorredor de ciudades a pie tiene al alcance todos los tesoros reservados a los que caminan en cualquier rincón del mundo. Hay ciudades planas y cuadriculadas, que ofrecen en su ritmo medido la sorpresa de un universo nuevo en cada manzana; y así es Nueva York, donde la sucesión de olores, lenguas e incluso alfabetos, cuenta una vez más que al andar la ciudad se está recorriendo el mundo. Hay ciudades heterogéneas y densas, porque se han ido haciendo de retazos y convulsiones; y así es París, donde coexisten amplitudes y sosiegos que remansan al caminante, con retorcimientos, laberintos y pasadizos en los que encuentra refugio. Hay ciudades donde la historia ha marcado tanto la topografía que un paseo por ellas es caminar por el tiempo, y uno reconoce imperceptiblemente cómo la subida que fatiga el corazón es promesa de refugio en la ciudadela elevada, o cómo las bajadas son más agradables porque conducen al puerto que es la llave del comercio y la riqueza; y así es Lisboa. Hay ciudades para perderse, como Fez, y otras (demasiadas) donde sólo lo logra el caminante muy experimentado. Hay ciudades amorfas, sin hitos, donde el extraño abandonado a su suerte en cualquier esquina jamás sabrá qué rumbo tomar, y así es Madrid; y otras polarizadas por la presencia dominante de una montaña, por el declive hacia el mar, y así es Barcelona, donde uno siempre sabe dónde está yendo.
En cualquiera de ellas caminar es apropiarse de la esencia del lugar: lamer con marcha lenta, como un pincel que se impregna, los adoquines, losas, placas de cemento, que constituyen su superficie; las paredes de granito, pintadas, enyesadas; los huecos que se abren en ellas y los atisbos de interiores umbríos, figuras agazapadas, a través de los vidrios, rejas, visillos, persianas, celosías; la proliferación de objetos que hoy ya se llaman "mobiliario urbano", y que además de sus funciones confesas sirven de soporte para toda una comunicación alternativa: carteles fijados a las farolas, anuncios personales pegados en los buzones, pintadas, grafitti; el rumor informe de voces que salen de ventanas o llenan los patios, y que sólo el paso quedo del andador de aceras permite discriminar: canciones musitadas que acompañan a las tediosas tareas domésticas, algún estallido de pasión, el ritmo repetido de quien intenta memorizar algo; los olores, que informan de la degradación de un barrio, de una industria oculta en un portalón, de que ha llegado la hora de la cena; las luces: el polvillo dorado de una calle que mira al oeste, las primeras farolas encendidas cuando en el cielo es aún de día, las ásperas auroras ciudadanas, cuando la luz gris se abre paso entre los edificios.
Este es el paisaje inmenso por el que el caminante urbano avanza solitario; éstos los frutos que recoge: la humanidad de hoy refractada en el millón de prismas que habita. Esa es la recompensa grande de que sólo disfrutan ya los esforzados, los libres, los herederos del bípedo vacilante que llegó a pie hasta la Patagonia.
[Publicado en Archipiélago, invierno de 1994]
[más sobre caminantes]
Volver a la portada