José Antonio Sánchez Paso La edición sin nombre |
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Leyendo el reciente (y ya fundamental) libro de Jason Epstein, La industria del libro (Anagrama, 2002), he comprobado los problemas del traductor para verter al castellano los términos ingleses editor y publisher. El libro recoge las memorias y reflexiones sobre el negocio editorial de uno de los mejores profesionales norteamericanos a lo largo de sus cincuenta años dedicados al oficio, entre 1950 y 2000, en los que ejerció unas veces como editor y otras como publisher, amén de que en sus páginas se menciona a otros editors y publishers con los que tuvo relación. En la primera ocasión en que Epstein menciona la palabra editor, en la página 15 del libro, el traductor se ve en la obligación de aclarar al lector, mediante una nota propia a pie de página, lo que en las siguientes páginas puede acabar siendo confuso si no se pertenece al gremio en cuestión. Como advertencia para el resto de la obra, dice al respecto del vocablo editor:
A tenor de esta aclaración, efectivamente el lector asume entonces que en adelante se mencionará como "editor" lo que en España también conocemos como "editor", pero en ese sentido personalizado con que se entiende que se está hablando de la empresa editora, o del propietario de la empresa editora, o del empresario, y no del "empleado editorial que ayuda al autor a dar forma definitiva a su original" o de aquel otro que tiene "capacidad para recomendar e incluso adquirir títulos en una editorial", a los que en España también conocemos con el nombre común de "editor", pero que en la traducción del texto de Epstein se quedan intraducidos y sin nombre propio, porque aparecen como editor (ojo: en cursiva, ergo en inglés, aunque la palabra parezca la misma) o bien son convertidos en "redactor", etc., como dice el traductor, sin que sepamos muy bien qué significa el "etc." y qué tareas se les adjudican, además de la de redactor. De esta forma, cuando uno sobrepasa esa nota del traductor y se enfrasca en la lectura del libro, intenta acordarse de los matices y tenerlos en cuenta en cada pasaje, pero acaba siendo imposible. Acostumbrado a que en español el término en cuestión valga para un roto y un descosido, llegado a la página 166 se ha olvidado de todo y ya no sabe distinguir cuando Epstein recuerda: "En la primavera de 1997, Rea Hederman, el editor de The New York Review of Books, que se había hecho cargo de The Readers Catalog, acababa de sacar una segunda edición". Tuve que pararme y pensar. Rea Hederman no era uno de los cinco fundadores de The New York Review of Books ni en las páginas precedentes había sido mencionado como colega de Epstein o empleado suyo o cualquier cosa así. Se me había olvidado que el término "editor" no estaba en cursiva y por lo tanto no era estrictamente un editor, sino el nuevo propietario de la famosa revista. Ajá. Entendido. Sigamos. ¿Por qué una industria editorial tan potente y tan antigua como la española tiene problemas con el léxico que la define? ¿Por qué no hemos sido capaces todavía de establecer términos que distingan al editor del publisher anglosajones? En una de sus colaboraciones en Blanco y Negro Cultural (n.º 564, 16 de noviembre de 2002, p. 3), Manuel Rodríguez Rivero citaba a Jorge Herralde como "el editor-propietario de Anagrama", seguramente queriendo abarcar tanto al editor como al publisher que van en la misma persona. Hará cosa de un par de años mis oídos chirriaron cuando una locutora de Radio Nacional de España se dirigía a su audiencia llamándoles "los escuchantes". El nuevo vocablo volví a oírlo a distintas horas del día y en distintas voces, incluso de tertulianos, lo que me llevó a pensar que seguramente alguien fino había decidido llevar la nueva propuesta al manual de estilo de la emisora nacional. El caso es que la palabreja saltó a otras emisoras, como el polen, y ahora la oigo por todas partes. Ya no hay "oyentes". Hemos sido ennoblecidos y los miembros de la audiencia ahora somos "escuchantes". Así que la propia "audiencia", dada la contradicción semántica, no tardará en ser "auscultancia". El oficio editorial y el mundo de los libros tienen problemas léxicos de este orden tan bajo. Podría valer (que no vale) que la "tapa" de los libros ya sea la "tapa dura" por mor del calco hard cover, pero a cuento de qué que las "banderillas" de toda la vida que se han utilizado en las artes gráficas sean ahora post-it (¿post-its en plural o bien los post-it? Acabarán siendo los postitos. Al tiempo). Y qué me dicen de los problemas de Fiction y No Fiction como categorías editoriales. Cada vez que en la prensa leo sobre la reestructuración de alguna gran empresa editorial o bien me fijo en las listas de éxitos aparecen la "Ficción" y la "No Ficción", incluso así, con mayúsculas dobles. La definición por contrarios o por la negativa para todo lo que no sea, digámoslo, novela. Sin saberlo, o diciéndolo de otra manera, era la pregunta que se hacía Anna Caballé al reseñar el libro Diarios de Arcadi Espada en el mismo número de Blanco y Negro Cultural (p. 22):
Cómo llamar a la literatura real (qué triste esa cursiva), eso que doña María Moliner decía que era el arte que emplea como medio de expresión la palabra hablada o escrita. Pues muy sencillo: No Ficción. Los anteriores son algunos ejemplos espigados y recurrentes sobre la indefinición léxica de los que nos movemos en el ámbito de la edición o del libro, que me sirven para llegar al caso más complejo de terminología léxica que se está planteando con las nuevas tecnologías de la industria editorial (¿y no serán simplemente "nuevas técnicas"? Qué manía de alargar las palabras para que parezca que significan más y epatar con el discurso). Me refiero al caso de eso que los estadounidenses han dado en llamar Print On Demand, o en algún caso menos frecuente Instant Book. Se trata del nuevo procedimiento de impresión con máquinas que permiten por una parte almacenar digitalmente los textos durante un tiempo ilimitado e irlos modificando a conveniencia, y por otra parte imprimirlos según las necesidades y cantidades requeridas en cada momento, incluso en el caso extremo de que sea un único ejemplar, a un precio razonable. Esta nueva técnica, que conceptualmente los expertos suelen situar a medio camino entre la edición tradicional y la edición electrónica, está disponible desde mediados de la década de los ochenta del siglo pasado. Yo mismo la utilicé para el lanzamiento en 1997 del proyecto "Bibliotheca Altera" en la Universidad de Salamanca, consistente en la recuperación de textos académicos agotados del fondo editorial salmantino, cuya puesta en circulación de nuevo en impresión offset no era viable económicamente, pero que sin embargo seguían teniendo una demanda por parte del público universitario. El artículo en el que yo conté aquella experiencia puede leerse aquí. Cuando lanzamos aquel proyecto, que se componía de 99 títulos, incluimos una nota previa en la que llamábamos la atención sobre el hecho de que (cito literalmente) "debido al sistema de producción empleado, la editorial no dispone de ejemplares impresos de forma permanente", por lo que el servicio de envío no se realizaba inmediatamente. Es decir, ni siquiera merecía la pena ni nos atrevimos a mencionar que aquellos libros estaban hechos mediante la técnica que los estadounidenses llamaban Print On Demand, puesto que era tan nuevo que ni siquiera hubiesen sabido de qué estábamos hablando. Incluso nos resultó difícil que algunos de los autores editados entendieran de qué se trataba. Sabíamos que era una experiencia pionera en España, pero no sabíamos que también lo era casi a nivel mundial. Hasta 1998, un año después de nuestro experimento, no se puso en marcha Lightning Print, el mejor exponente de lo que esta nueva técnica de impresión significa. Parece que estoy hablando de algo remoto, pero esto ocurría apenas hace cinco años. En este tiempo la nueva técnica se ha popularizado bastante, se ha comenzado a aplicar en muchos países y hemos tenido nuevas experiencias de su aplicación en España en distintas editoriales, incluso en librerías y ferias del libro. Por lo tanto se ha hablado de ella y ha habido que decir y escribir su nombre. Y aunque todos nos entendemos y sabemos de lo que hablamos, en estos años he comprobado que lo que en inglés se llama Print On Demand (POD, en esa costumbre anglosajona de abreviarlo todo), si acaso Instant Book en alguna ocasión, en España en cambio las vacilaciones gramaticales y de punto de vista del hablante han permitido que hasta la fecha haya podido recoger todas las denominaciones siguientes para el mismo fenómeno editorial o impresor:
No entro a comentar las causas de esta dispersión de denominaciones. No merece la pena perder el tiempo en ello. Me basta con recalcar los problemas del español para encontrar expresiones propias, acertadas y correctas para llamar a las cosas en el ámbito editorial, donde de entre todas las opciones mencionadas parece que se impone en su frecuencia de uso la de "edición bajo demanda", que a mayores es un mal calco de la inglesa Print On Demand, cuya traducción más correcta quizá sería la de "impresión por pedido". En el campo de las artes gráficas, sin embargo, parece que están más de acuerdo en denominarlo "impresión digital", lo que probablemente sea más acertado, al menos en cuanto a que se refiere a la técnica como tal y no al capricho del comprador de libros, sin cuya real gana no hay edición del libro (quiero decir impresión, puesto que el libro puede estar "editado" digitalmente). El libro de Jason Epstein ha sido muy comentado en el ambiente editorial español, no por las circunstancias a las que yo aludía en el arranque de este artículo sino por su acertada visión de las últimas décadas de la industria editorial estadounidense y, sobre todo, por su hipótesis de cómo será tal negocio en el futuro más inmediato. Aunque en la hermosísima cita de George Dangerfield que elige Epstein para abrir su libro se identifica con un dinosaurio que está dispuesto a defender hasta el final su causa muerta, esto es, la edición tradicional, a lo largo de las páginas se manifiesta como un firme entusiasta de las perspectivas que se abren con la edición electrónica, sea ésta en la variante que sea. En sus intuiciones de futuro, sólo le cabe la visión de la edición en línea y, como alternativa a ésta, la impresión digital, es decir, la de esas máquinas que llegarán a ser domésticas y que nos permitirán disponer de los libros con una apariencia similar a la que ahora tienen. Valga un ejemplo de los varios que incluye su texto:
Así las cosas, no sólo estoy de acuerdo con el planteamiento hipotético de Epstein, sino que intuyo también que lo que él no expresa pero está implícito en sus palabras será probable: que la impresión en offset sea desplazada por la impresión digital. Lo creo verosímil. A estas alturas, prefiero creerme cualquier cosa que aferrarme a la librería de viejo para seguir oliendo los libros. En los dos últimos años la nueva técnica de impresión, que permite que los ejemplares estén disponibles en cantidades menores que las que se aconsejan para la rentabilidad de su coste cuando se habla de una máquina de offset, ha comenzado a crecer en una magnitud muy superior a la de los años anteriores. Seguramente Epstein esté en lo cierto y sea en un futuro el método más habitual para disponer de libros impresos. Puede que para cuando eso ocurra ya hayamos superado la ambigüedad con la que hoy denominamos al fenómeno y no vacilemos sobre si se llama edición bajo demanda, impresión por pedido o impresión digital. Puede que en algunas décadas simplemente hablemos de "impresión" cuando queramos referirnos a ello, sin los matices que hoy envuelven su peculiaridad. O más aún, y mejor: puede que estemos hablando de "el libro", aunque haya otros. Por antonomasia. El de papel. |
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© 2002, 2003 José Antonio
Sánchez Paso Creado en enero del 2003 |
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