Chicos: no hay sitio

 

José Antonio Millán

 

Muchos aspectos de la vida pública española del momento presente están marcados por el relevo generacional que supuso la instauración de la democracia. La muerte de Franco en 1975 abrió un periodo constituyente caracterizado por el acceso al poder político de la generación más joven, la que no había intervenido en la Guerra Civil. Los primeros gobiernos de la democracia están formados por figuras que cuentan 35 o 40 años. Felipe González, por ejemplo, tiene 33 años a la muerte de Franco y 40 cuando su partido llega al Gobierno. La mayor parte de los miembros de sus sucesivos gobiernos están en el mismo rango de edad, y ello se extiende a la mayoría de los cargos secundarios, municipales y de dentro del partido.

En la oposición --el Partido Popular--, las figuras rectoras pertenecen a esa misma generación (con la excepción de algún histórico como Fraga). Evidentemente, tanto el PP como el PSOE tienen en sus partidos ramas específicamente juveniles, y las esgrimen siempre que es necesario, pero el peso real de estas formaciones ha sido siempre realmente nulo. El resultado es que los nacidos hacia 1940 (que por tanto rondan ahora la cincuentena por arriba o por abajo) han taponado de facto los puestos políticos, ya sean en el poder o en expectativa de poder.

En muchas otras zonas de la sociedad se da una situación semejante: en la universidad, por ejemplo, los profesores no numerarios (PNN), que habían mantenido una postura contraria a la dictadura, en los años 80 se ven convertidos en funcionarios casi automáticamente (el procedimiento conocido como "idoneidad"), y pronto copan los puestos máximos de titularidades y cátedras. El resultado es una universidad cerrada, y que seguirá largo tiempo cerrada: a los recién llegados a los puestos clave les queda, dada su edad, muchos años de ejercicio antes de su jubilación, y quienes acaben una carrera universitaria ahora y en las décadas inmediatas verán muy difícil acceder a la institución.

En el ámbito laboral, la actual legislación tiende a desplazar a los jóvenes del empleo estable, precarizando su situación, como demuestra la resurrección de la figura del "aprendiz". Los trabajadores y profesionales que accedieron a sus puestos laborales en las décadas anteriores a las crisis de los 80 defienden su statu quo con jubilaciones anticipadas de sus compañeros de mayor edad, la exclusión de la mujer del mercado laboral (cada vez más patente), y las trabas a la incorporacion de los jóvenes. Estos, por otra parte, acceden a las migajas del mercado laboral sólo tras un periodo de formación cada vez más extendido, a lo que hay que sumar el tiempo (próximamente, ¿también para las mujeres?) del servicio militar obligatorio.

La impresión general es que la "generación" de varones que ahora detentan el poder político, laboral y cultural actúa como un tapón que impide la promoción de quienes les siguen. Inmediatamente tras ellos viene una capa que accedió a los puestos menores, y disfruta en cierta medida de los beneficios del sistema. Y por último se sitúan los más jóvenes: privados de la acción política, sin esperanzas laborales, son además blanco de una presión consumista como pocas veces ha recaído sobre un colectivo de edad.

 


Los jóvenes son en la España de hoy en día una capa social dotada de un poder adquisitivo nada desdeñable. Insertos en un sistema educativo que ocupa muchos años, o directamente en el paro, no cuentan por lo general con recursos propios, sino que están siendo financiados en gran medida por la generación de sus padres, que acumularon capitalo bienes raíces durante el desarrollismo de los años 60. La oferta específicamente juvenil de ropa, música, espectáculos, vehículos, bebidas... ha estado creciendo sin parar desde hace años, como también ha aumentado la cifra absoluta de la población de esa edad.

El sistema económico actual les explota por partida doble: abaratando por una parte su fuerza de trabajo (la reciente ley que reinstaura el grado de aprendiz con escasísima remuneración, es todo un ejemplo). Y por otra parte tratando de extraerles la mayor cantidad de dinero posible, aumentando sus hábitos de consumo. Este no afecta sólo a las compras de objetos y servicios, sino a elementos de ocio con una altísima fungibilidad (conciertos, etc.), y por tanto con posibilidades de renovación prácticamente ilimitadas. (Este hallazgo de la sociedad postmoderna permite aumentar el consumo casi indefinidamente: Harvey, The condition of postmodernity).

Pero uno de los blancos privilegiados de explotación de los jóvenes es hoy en día su "formación". Como se recordará, la enseñanza es en gran medida gratuita o está fuertemente subvencionada (los precios de matrícula de la universidad pública no cubren ni mucho menos sus costos reales). Con la amenaza del desempleo y la promesa de una mayor competitividad se fuerza la adquisición de formaciones alternativas (colegios y universidades privadas en vez de públicos), complementarias (los numerosos cursos de "inglés" o "informática", para todos los niveles y con dudosísimos resultados), suplementarias (los "másters" que tanto se han extendido en los útimos años), o metalaborales (los cursos para "saber" redactar un curriculum, buscar oportunidades de empleo, asistir a una entrevista de trabajo, que proliferan en estos momentos de "crisis"). Como ha destacado R. Collins (La sociedad credencialista), el efecto de una educación de elite no es tanto "formar" como insertar a sus miembros privilegiados en colectivos sociales con acceso potencial a recursos (la universidad privada X o la escuela de negocios Y proporcionan a sus alumnos una red de contactos muy útil en la vida profesional). Por otra parte, esta nebulosa de centros, institutos, academias, etc. que imparten formaciones opcionales, so pretexto de preparar para mejor conseguir trabajo (a los jóvenes), da trabajo docente a un número nada desdeñable de adultos.

Las políticas gubernativas y mediáticas sancionan estas actitudes y las refuerzan. Es un hecho en toda la "prensa de calidad" española que se va dando un espacio cada vez mayor a elementos de la "cultura juvenil" (música, cine, modas, motos...). Esta en ocasiones, llega a desplazar a la cultura en sentido tradicional, y uno puede encontrarse en periódicos de prestigio secciones de "Cultura" dedicadas exclusiva o mayoritariamente a cantantes, creadores y acontecimientos de mercado juvenil. Todo ello sin perjuicio de que se les dedique también la parte correspondente de las secciones de Música, Espectáculos, Sociedad... Las intervenciones de los ministerios refuerzan esta situación (como denunció Michel Schneider sobre el ministerio de Cultura francés, en su libro La comédie de la culture), subvencionando acontecimientos y servicios del más puro mercado juvenil, y así sancionándolos: "el rock es Cultura".

La explicación empresarial que se suele dar a este vuelco hacia contenidos juveniles es que los jóvenes constituyen el mercado inmediato: a medida que los consumidores actuales de medios de comunicación envejezcan y se retiren del mercado, se irán incorporando los jóvenes, que arrastrarán sus hábitos de compra, y con ellos a los anunciantes, etc. La coartada gubernamental es que tras la subvención de elementos de la cultura juvenil hay un intento de "dignificar" contenidos propios de esas capas de edad.

El resultado, en cualquier caso, es la alianza de los actuales detentadores del poder político y financiero para mantener a cientos de miles de jóvenes fuera de la competencia y listos para la explotación, ajenos a la política y sometidos a un bombardeo mediático implacable.

Sostenidos por sus familias (panem), y convertidos en el primer objetivo de una industrial mundial del ocio (circenses), víctimas de un antiguo procedimiento para reducir a la ignorancia y a la impotencia, no es extraño que entre ellos proliferen las ideologías de extrema derecha, o las directamente absentistas y escapistas.

 

[publicado como "Ragazzi, non c'è posto" en Euros (Roma), enero-febrero de 1994]

 

 

Volver a la portada

Volver al currículum