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Miguel Condé, Obra reciente

del 16 de mayo al 4 de junio del 2003

Sala de Arte Van Dyck, Menéndez Valdés, 21 33201 Gijón, Tel: 98 534 49 43, e-mail: vandick@teleline.es.

 

 

La semana en el muro

José Antonio Millán

 

Aún no sé cómo, con la última luna tuve una visión en sueños: un hombre hablaba, en calma, a una mujer que se retorcía. Su asentimiento congelado me aterró al punto de despertarme y, ausente, tracé sus perfiles con un estilete en el yeso de la cabecera, porque temí que se me olvidaran, y volví a caer en un sopor invencible.

Con las primeras luces me incorporé y recorrí los trazos con los dedos. Me dije a mí mismo que esa escena no podía sino tener un sentido elevado u horrible, pues me había venido de forma tan clara. Desleí tinta, corté una pluma nueva y la copié cuidadosamente, trazo por trazo, al dorso de un poema antiguo que me había conducido hasta el sueño.

Buscando un recipiente digno al que trasladar mi imagen moví papeles y escarbé en los cartapacios de mi estudio, sin encontrar ninguno a mi gusto. Pero las tapas de un tomo de las Pandectas abierto en el suelo me revelaron la proporción justa, y de un fuerte tirón las despojé de sus páginas. Esa misma noche (a la luz de una hilera de lamparillas que duplicaba un espejo) trasladé a la doble superficie de pergamino la visión de mi sueño, sin que me temblara el pulso. Realcé bellamente las partes más importantes (los cabellos de la joven, por ejemplo) y, tras alguna reflexión, sembré la escena de formas geométricas para que transmitieran a quien las contemplara el desaliento que me había provocado. Para terminar quemé cera rojiza en una esquina, y sobre los goterones endurecidos apreté el anillo.

Al amanecer corrí al muro para fijar mi obra. Caminé apresurado por las calles oscuras, y al llegar a la plaza me recibieron gritos: con el pelo revuelto y aliento a malos vinos, mascullando para sí y para la guardia próxima, un cojo recorría la pared, levantando un pergamino, tirando otro, sin encontrar jamás el suyo. "¿Cuál es tu sello, hombre?", le preguntaba, por ayudar, un soldado joven. Y él se empinaba, inestable, para mirar los nichos superiores, repitiendo: "Ha pasado la última jornada", decía, "y volverá a ser mío".

Y allí en el muro, para todo el que quisiera mirarla (como es justo), quedó mi ofrenda: colgada entre unos versos acrósticos que desgranaban un nombre de mujer y el detenido plano de un asedio a la capital vecina. A la tarde, cumpliendo lo prescrito, instalé mi tienda a corta distancia, a disposición de cuantos, ociosos o interesados, quisieran dirigirme la palabra.

 

...un hombre hablaba, en calma, a una mujer que se retorcía...

 

Al quinto día, mientras explicaba a una bella dama el ademán exacto en que había sorprendido a la mujer (colocándola a ella en postura parecida, a lo que se prestaba de buen grado), escuché unas voces destempladas que paralizaron mi lengua.

Un hombre fornido, con la túnica de los copromantes, avanzaba entre los puestos, golpeando a los más lentos con su fusta, derribando enseñas y banquetas, mientras gritaba:

— ¿Dónde está? ¿Dónde se oculta el reptil que ha dejado su huella en el muro?

Aterrado (pues demasiado comprendí que hablaba de mí), pero dispuesto a todo, hice un ademán en respuesta.

— ¿Eres tú —preguntó, mientras el polvo se posaba a su alrededor y los curiosos trazaban el círculo a una distancia respetuosa— el que presenta encuentros: uno mira y la otra asiente?

Dije que sí en silencio.

— ¿No recuerdas lo que está escrito?: "No mencionarás la piedra delante del tuerto; no señalarás la arena en el desierto".

Dilató las narices, habituadas a olores repugnantes, e insistió:

— ¿No crees que has faltado a alguno de estos principios?

— A ambos —comprendí, como en una revelación, esta vez a pleno sol—. He mentado lo que ofende para proclamar lo que todos saben.

Las risas de los espectadores me rodearon en respuesta, no tanto porque hubieran penetrado en la discusión, como porque siempre complace a los necios la confusión del discreto.

— La escena que cuelga del muro —alegué— vino a mi espíritu de noche, y apenas la había captado, cuando ya mis manos la seguían, ya corría a colgarla... ¿Quieres que levante la tienda y quite el pergamino? Pero no es posible: aún no ha pasado el tiempo.

A lo lejos, un vendedor de nombres pregonaba su mercancía. Me dieron ganas...

— O quedarme y defender lo que mi corazón ya, sin duda, rechaza —continué—, porque: ¿no es ése el mayor de los castigos?

Inconstantes, o frustrados en su deseo de nuevas diversiones, los espectadores se alejaban. El copromante, incapaz de encontrar un remate digno para lo que con tanto fervor había iniciado, dio media vuelta y se unió a la partida de dados de un corro próximo.

Me volví a la estera: la dama había esperado, manteniendo asombrosamente un remedo de la postura, a que todo terminara, y ahora exigía que continuara mi explicación.

Con el esfuerzo del que se salva a sí mismo de perecer ahogado asiéndose por los cabellos, recogí el hilo de mis palabras. Y le expliqué cómo la proporción de los senos y las manos y el ondear de los cabellos no eran aspectos que yo hubiera percibido claramente en mi visión, sino que más bien los había pergeñado al llevarla al pergamino, supliendo con arte y oficio —recuerdo que dije— las inevitables lagunas de toda imagen revelada.

"De aquí a dos días", meditaba, mientras mis labios resecos seguían formando las palabras, "nada más salir el sol, con el cabello revuelto y aliento a malos vinos, cogeré lo que es mío".

 

Creada 9 de mayo del 2003

 

 

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