Domar el ave de plomo

 

José Antonio Millán

 

¿Por qué le escogí? Digamos más bien que me escogió... Allá por los trece o catorce años, mis padres (y en su nombre, mis educadores) presionaban para que además del ajedrez --al que sólo tenían que reprochar su tal vez excesivo sedentarismo-- me cultivara con alguna actividad deportiva o atlética. Yo volvía la vista en torno, y sólo veía gente que corría detrás de una pelota, para luego propulsarla hacia un rectángulo, introducirla por un aro, golpearla contra un muro, con el pie, con la mano, con raquetas, con palas... Todo muy dudoso. Los había que también corrían y se afanaban, pero ya no por disputar una pelota, sino porque sí, o para saltar en cuanto habían corrido lo suficiente, etc. Eso me parecía aún peor.

Entonces, un día, paseando al caer la tarde por el patio del colegio, ya casi desierto, contemplé una figura humana poseída por una concentración extraña: plegado sobre sí mismo, retorcido (a la manera de una de esas figuras de Francis Bacon), giró de pronto, se deshizo, y brotó un miembro superior en pos de una esfera metálica que recorrió el aire majestuosamente para caer con un ruido sordo. Debía de ser pesadísima.

¡Era el lanzamiento de peso!, y ya no tenía que buscar más. Una comunión íntima, trágica, del hombre con el más pesado de los elementos; un lanzamiento humilde --humilde sí, porque si hubiera querido hacer un alarde y herir el espacio el atleta habría escogido la jabalina, ya que la bola de hierro nunca podría ir muy lejos, aunque siempre un poco más lejos, un poco más.

Me entrené con la devoción y el placer de quien ha encontrado algo que vale la pena. Y no me defraudó: aparte de la gimnasia simple, de las pesas, estaban los ejercicios en que arrojábamos la pesada bola a un compañero, que la recogía con la palma curvada a la altura del hombro... para luego devolverla del mismo modo. Placer de jugar un extraño tenis lunar de ritmo pausado y cortas distancias; riesgo de que siete kilos de acero descontrolado te golpearan en cualquier parte... Porque pronto pude dejar atrás el entrenamiento con bola "de chica" (cuatro tímidos kilogramos), para usar los pesos de competición.

Con la bola sobre la palma, junto a la mejilla (como un violinista acaricia, más que sujeta, su instrumento), respirando lentamente hasta notar la señal interna y entonces, sólo entonces, agacharse para luego erguirse y girar sobre una pierna, dando ya al peso ese movimiento imparable que, a través de torsiones, vueltas y extensiones lo proyectaría en el espacio.

Si he conocido en algún momento la felicidad, debió de ser sin duda en esas jornadas habitadas por la rugosa esfera, cada vez más cálida por el contacto de mi mano, el círculo dibujado en el suelo, y nada más. Creo que el lanzamiento de peso moldeó mi cuerpo y mi espíritu: me dotó de un "músculo antiguo" (que reconozco en viejas fotografías de los atletas de antes de la profesionalización y los anabolizantes), y me enseñó que la materia más densa puede animarse y cobrar alas gracias al esfuerzo.

Pero, ¡ay!, la vida, la "vida misma", iba a darme una lección de cómo pueden perturbarse aun los impulsos más claros. Yo ya competía, primero en campeonatos escolares, luego locales, luego provinciales, y por fin llegó el día del campeonato regional. Ibámos en el autobús hacia el campo, y el Padre Torres (pues se trataba de un colegio "de curas") se me acercó entre las filas de asientos:

-- Oye, Millán --y aquí hizo crujir los nudillos; lo hacía mucho--: vas a tener que competir en martillo. No tenemos a nadie en esa modalidad, y tú lanzas peso. Es lo mismo. Te fijas.

¡Es lo mismo! Años después, en el servicio militar, en la vida de la empresa, en muchos otros lugares he reconocido esa escalofriante operación de la mente: "es lo mismo". ¿Lo mismo, el martillo, esa también esfera férrea, sí, pero unida a una cadena que se proyecta convirtiendo en peonza el cuerpo del lanzador, lo mismo que el peso?

Pero ya llegábamos, y, como un zombie, esperando una rectificación de último momento (que nunca llegó) a esa monstruosidad que me proponían, me cambié de ropa, me pusieron en una fila, y allí al fondo vi la jaula en la que alguien cogía la cadena con el peso en la punta, la levantaba, cauteloso, y empezaba a girar sobre sí mismo, elevando cada vez más su extremo (por efecto de la fuerza centrífuga), para al final soltarla, atravesando la abertura de la jaula, e iniciar un vuelo tremendo, desmedido para cualquiera habituado al humilde peso.

Y llegó mi turno, absolutamente como en una pesadilla. Entré en la jaula, cogí con las dos manos el asa (que jamás había asido) y contemplé allá a mis pies la esfera familiar. Me incliné hacia detrás y empecé a girar, una vuelta, otra, viendo discurrir la tribuna, la sombra negra del Padre Torres, la cada vez más borrosa abertura de la jaula, el cielo, el mundo, viendo cómo me arrastraba el tremendo peso de la bola, discurriendo vagas ecuaciones, vectores por mi cabeza, hasta que en un momento, imposible de soportar el vórtice de tensiones, adiviné la abertura de salida, entreabrí las manos y la negra masa de metal, como un espíritu maligno a disgusto en el cuerpo de un patito, voló, libre.

Luego, claro, ya nada fue lo mismo... aquí estamos, etc.

 

[apareció en un suplemento de Diario 16 en el año de las Olimpiadaas, 1992]