El besito
José Antonio Millán
Hay que decirlo cuanto antes, y muy claro: no se puede tener niños. Ya sé que los tiempos no van por ahí; vivimos un nuevo baby boom, proliferan las tiendas de ropitas infantiles, y ya ni siquiera los varones se avergüenzan de arrullar a sus pequeños en público. Sin embargo, es necesario advertirlo: las cosas no están para hijos.
No hablaré de las ecografías y monitorizaciones que le convierten a uno en padre de un feo feto allá donde en otros tiempos sólo había una tersa barriga. No mencionaré (aunque podría) el festival tecno-médico en que se ha convertido el parto. No: los problemas auténticos comienzan en el exterior.
La parafernalia de objetos que hoy son imprescindibles para impedir la erosión del bebé (esquineras, tapa-grifos, cubre-enchufes, protege-dedos, puertecillas, alarmas), y favorecer su transporte (cuco, cochecito, mochila, silla para el automóvil) y sedimentación (cuna, trona, parque, adaptadores varios) convierten cualquier hogar moderno en un atestado almacén de utillaje estampado de patitos.
¿Y los gastos? ¿Y la demanda de atenciones? Un hijo consumirá vuestro patrimonio y os quitará todo el tiempo, premiándoos además con la mala conciencia de no estarle dando todo lo que podéis. La especialista inglesa Penelope Leach acaba de declarar que quien no quiera dedicarle a su hijo toda la atención que necesita (y eso quiere decir el cien por cien del tiempo disponible, y aun del que no se dispone), que no lo tenga.
Todo esto --hay que recalcarlo-- en un medio social en el que un niño puede hacer gracia cinco minutos, pero que no te perdonará que interrumpas por un año tu carrera. En una situación en que los abuelos ya no quieren encargarse de los nietos, en que ya no hay servicio doméstico y en la que se llama guardería a cualquier agujero en que se agolpan tres decenas de mocosos a precio de oro.
Los padres dispuestos a hacer algo en la vida distinto de cuidar a su prole deberán invertir mucho dinero (tanto si lo tienen como si no), para conseguir una cobertura amateur, parcial y de poca confianza. Meterán en una casa diminuta a un extraña de cualquier procedencia, a la que terminarán haciendo la comida mientras ella lee una revista mientras el infante duerme, porque así son las cosas. Y encima respirarán aliviados por tenerla.
El antropólogo barcelonés Jesús Contreras ha estudiado las motivaciones que esgrime la gente para tener hijos: "Son tan monos", declaran, "Te dan besitos..." Pues bien: si uno suma los costos de pediatra, pañales, zapatitos, guarderías, colegios, etc. de la infancia y lo divide entre el número de besitos que recibirá en idéntico periodo, la cifra resultante es aterradora. No hay beso de meretriz de cinco estrellas que supere el coste del tierno ósculo de un niño. Esto, de nuevo, hay que saberlo.
Estas amargas reflexiones no quitarán las ganas de procrear a los decididamente natalistas, pero tal vez hagan reflexionar a los más discretos: hablad, hablad con padres recientes, acompañadles en una de sus agotadoras jornadas, y si al final aún sentís deseos de perpetuar vuestro apellido, de transmitir a alguien un par de opiniones preciosas, de proyectar la curva de vuestra nariz hacia el futuro, ¡pues a ello!, y que Dios os perdone -- quiero decir, bendiga.
[publicado en La Vanguardia, 25 de septiembre de 1994]