En los caminos otoñales que atraviesan el
otoñal
Jardin du Luxembourg,
entre lectores de periódicos, ancianos, parejitas
y runners al borde de un ataque cardiaco,
el paseante descubre, aquí y allá, unos bultos blancos entre el follaje.
A diferencia de lo que ocurre en otros dominios,
la proximidad no aclara su esencia, sino que, por el contrario,
la difumina.
Bajo las capas de material plástico, formas
indeterminadas
libran combates helados.
Y entre los pliegues se vislumbran miembros
inconcretos en tensión.
A veces, con un esfuerzo de percepción,
podemos distinguir una mano, un rostro.
Se trata de figuras de seres humanos, de animales, o incluso
arquitecturas complejas,
a las que una sentencia, tan cruel como bienintencionada, del
Senado
(dueño de estos terrenos)
ha condenado a la desaparición.
Pero, como suele suceder, esa misma ausencia
despierta en el transeúnte
habitual (que no reparaba en las estatuas, por demasiado familiares)
una nostalgia vaga, una no prevista ansia de redescubrimiento.
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Creado el 23 de octubre del 2017 |