Los trazos que hablan.
El triunfo y el
abandono
de la escritura a mano
Prefacio
Hablar es una función humana. De hecho, es lo que hace al hombre. Hablamos desde hace tal vez 100.000 años. Hablar es una capacidad natural en el ser humano; sin embargo, escribir, no. Se escribe desde hace unos cinco mil años, nada más. Tampoco todas las lenguas tienen escritura. De las aproximadamente 6000 lenguas que hay actualmente en el mundo, un tercio jamás se han escrito. Y ha habido, y sigue habiendo, sociedades humanas con religión, leyes, y creaciones artísticas, que no tienen escritura. Escribir es una habilidad compleja, que utiliza distintas partes del cerebro. Tiene elementos puramente lingüísticos, que se movilizan tanto en las lenguas con escritura mayoritariamente fonética −como el español− como en las que tienen mayor distancia entre el sonido y su representación escrita, como el chino. Están también los aspectos espaciales, que tienen que guiar los trazos de las letras y su distribución sobre el soporte de la escritura, y por último están los aspectos posturales, de posicionamiento de cuerpo y brazo y de memoria muscular: los movimientos que generan los signos. Desde el punto de vista lingüístico, la escritura, y su correlato la lectura, es un sistema doblemente arbitrario: no hay nada en la sucesión de sonidos /m/ /e/ /s/ /a/ que tenga necesariamente que ver con el “tablero sostenido habitualmente por cuatro patas”. Pero, en un sistema de escritura alfabética como el nuestro, tampoco tiene que ver el dibujo (llamado técnicamente grafema) <m>, o <m> o<m> o <M>, con el sonido /m/. Lo que es importante es que <m> se diferencie de <n> o de <u>; que <p> se diferencie de <q> y de <b>, etcétera, y eso en cualquier tipo de escritura o tipografía. A lo largo de los tipos de escritura que trataremos en este libro, veremos casos en que estas diferencias eran más claras, y otros en los que se percibían peor. Fig. P.1. Oscilograma (arriba) y
espectrograma de una frase, Además, es importante no olvidar que incluso en los sistemas de escritura de intención fonética, como los alfabéticos, lo que reflejan los signos sólo es una parte de la cadena hablada, que además la escritura segmenta artificialmente: todos los sonidos de una palabra están inextricablemente unidos a los adyacentes, como se ve en un espectrograma fonético (fig. P.1). Además, están también los rasgos que abarcan varias sílabas, y con frecuencia sobrepasan los límites de palabra, como el acento tónico y la entonación o el ritmo. Los acentos gráficos y los signos de puntuación pueden ayudar a aproximarse a esas realidades, pero siempre imperfectamente. Una sencilla forma de comprobarlo es ver los típicos errores que se producen al leer en voz alta un texto que no se conoce. Por otra parte está el hecho de que el sistema fonológico presenta peculiaridades que afectan a la representación ideal “sonido a sonido”. Así, en español hay posiciones en las que se neutralizan ciertos fonemas, por ejemplo: /n/ no se distingue de /m/ ante las bilabiales /b/ o /p/, y la /r/ vibrante simple no se opone a la compuesta a principio de palabra o en final de sílaba. Estas peculiaridades son tradicionalmente el terreno de la ortografía. Fijémonos en la cantidad de decisiones que hay que tomar para escribir una frase que cualquier hablante de español pronuncia sin problema: [mempeñao] Este segmento fonético se puede encontrar en labios de hablantes incultos, pero también de hablantes cultos en enunciados descuidados o informales. Un hablante sin formación podría escribirlo directamente como <mempeñao>, porque fonéticamente es una sola palabra trisílaba (se encuentran abundantes transcripciones de este tipo en los escritos de personas poco alfabetizadas, por ejemplo en sus cartas). Pero el hablante escolarizado sabe que no hay un verbo <mempeñar>; que la partícula [me] se escribe siempre separada; que el verbo es una “forma compuesta”, que consta del auxiliar, ¡escrito además con hache! <he>, más un verbo principal; que éste no sería <enpeñar> (aunque suene igual que <empeñar>), en virtud de las reglas de ortografía, y que las terminaciones de participio tienen una <d> entre sus dos vocales. La forma ortodoxa de escribirlo es, pues, en tres palabras gráficas: <me he empeñado> Si un lingüista analizara [mempeñao], y otros muchos enunciados por el estilo, acabaría describiendo una lengua bien diferente de la que pronuncia [me e empeñado]. ¿Podemos pensar que existen dos lenguas (o dialectos, si se quiere), una que es la que se habla, y otra que se escribe? La situación es precisamente esa. En las lenguas con gran distancia entre escritura y sonido (como puede ser el inglés) está claro que hay una forma gráfica y numerosas realizaciones fonéticas, pero en español ese hecho queda enmascarado por la teoría (e ideología) que dice que su escritura es fonética. No es de extrañar, pues, la dificultad que plantea el aprendizaje y la práctica inicial de la escritura. Es una observación común (dice un testimonio del s. XVII) que un niño de seis o diez años puede acabar sabiendo tejer, fabricar un reloj, coser un zapato, o afinar un órgano: pero “nada se iguala con lo dificultoso de las letras”. Por eso no hay que perder de vista el complejo proceso evolutivo de la escritura. En cada paso, en cada adopción del alfabeto por una lengua nueva, en cada una de las modificaciones que experimentara en el tiempo, fue necesario crear o modificar un sistema de enseñanza que transmitiera ese saber y lo implantara lenta, cuidadosamente, en las mentes de las jóvenes generaciones que lo fueran a usar. Lo primero que sorprende de la historia de un medio de comunicación actualmente tan universal como la escritura es la constatación de que, en el fondo, su creación y su difusión se han debido a sólo un puñado de personas (en el pasado escribas, sacerdotes o gobernantes) que luego la han divulgado o impuesto entre sus minorías ilustradas, y que por fin han pasado al pueblo. Los cambios en la lengua hablada son lentos, deben ser aceptados por toda una comunidad, y no hay forma de influir en ellos (la gente seguirá diciendo “pienso de que” o “cocreta”, aunque lo repruebe la Academia). Pero un nuevo sistema de escritura, o un cambio fundamental en un sistema preexistente, sobre todo en la época en que sólo una pequeña parte de la población la utilizaba, puede deberse incluso a la intervención de una sola persona. Y entonces puede ser impuesto −y obedecido− por motivos políticos o económicos. Estos cambios, intencionales y muchas veces radicales, ocurrieron no una, sino varias veces a lo largo de la Historia. Aun cuando podamos trazar la genealogía de nuestras letras, de estas mismas letras que constituyen este texto, remontándonos muy atrás y atravesando diversas lenguas y poblaciones, en cada momento en que un nuevo colectivo asumía la escritura de otro pueblo tenían que producirse dos importantes operaciones: 1) la adaptación a la lengua propia de un sistema que servía para reproducir los sonidos de otra lengua y 2) la creación de un dispositivo para enseñar ese nuevo sistema a un colectivo de usuarios. En este libro nos centraremos en el alfabeto latino −dejando de lado otras formas de registrar la lengua, como la escritura china o la maya−, y vamos a exponer con cierto detalle su desarrollo. Pero antes de empezar vale la pena salir al paso de un prejuicio muy extendido: los sistemas alfabéticos de escritura serían los mejores que pueden existir, frente a los que utilizan ideogramas u otros símbolos. A finales del siglo XV nuestro primer gramático, Antonio de Nebrija, situaba el alfabeto como cumbre de una visión evolucionista que comenzaba en los jeroglíficos egipcios:
La “culebra enroscada” es el uróvoros, la serpiente que se muerde la cola. Frente a esta visión hay que recordar que hay lenguas que utilizan el alfabeto descendiente del latín, pero cuya pronunciación apenas es deducible de su escritura. Se ha calculado que sólo el 25% de las palabras inglesas tienen una pronunciación que se deduce de la secuencia de grafemas. En esta lengua, 40 fonemas se representan utilizando un total de 1120 grafemas. Eso significa que para aprender a escribirla hay que realizar un esfuerzo de memorización caso por caso muy similar al que tienen que hacer los japoneses cuando aprenden kanjis, los caracteres heredados del chino. A las palabras iniciales de Roger Chartier Al Prólogo Al Índice
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