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Leer en tiempos de abundancia

José Antonio Millán

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Este texto se preparó como intervención en el seminario Lectura, lecturas de la Residencia de Estudiantes. Una versión preliminar del artículo se publicó en el número 59-60 del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza.

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Cuando los escritores de ciencia-ficción querían pintar un futuro radicalmente distinto (y además con tintes amenazadores), lo imaginaban sin libros. La antiutopia de George Orwell 1984 (publicada en 1949)estaba situada en un mundo en el que la censura reprimía la lectura de determinados libros. Ray Bradbury en Farenheit 451 (publicada en 1953) presenta un mundo en el que los libros están sencillamente prohibidos: la lectura es un acto peligroso.

Los autores contemporáneos como Neal Stephenson (The Diamond Age, publicada en 1995) han dado un paso más allá: lo que les ha ocurrido a amplias capas de la población del futuro es que se les ha suprimido el acceso a la alfabetización. Para su manejo laboral y doméstico les basta con un conjunto de algunos cientos de mediaglifos (pictogramas como los que hoy inundan nuestros espacios públicos) que han sustituido a los mensajes textuales.

 

¿Qué tiene la lectura, para que se le atribuyan poderes críticos, antitotalitarios? ¿Por qué nos es difícil imaginarnos (como decía Borges) en un mundo sin libros, incluso en un momento en el que los medios audiovisuales nos suministran una riqueza inmensa de contenidos no-textuales?

Nuestra época de opulencia informacional (que no necesariamente informativa) simultanea la inmensa riqueza documental del pasado que se remansa en bibliotecas y hemerotecas, se recupera en archivos virtuales y se activa en nuevas ediciones con los contenidos de una Web en constante crecimiento. Al lado de grandes bolsas de analfabetismo y de la continuación de prácticas lectoras tradicionales están surgiendo nuevas formas de alfabetización digital, nuevos soportes y nuevos modos de inserción del ciudadano en los procesos de creación y difusión.

En esta era de abundancia hay mucho de todo, incluido lectura.

 

Según estimaciones de dudosa precisión (pero que son lo único que tenemos), la web pública, es decir: la accesible directamente, sin contraseñas, tendría unos 1.400 millones de páginas. Pero la web oculta (los archivos accesibles sólo mediante claves, las intranets de instituciones, ...) sería miles de veces mayor.

La web pública se comentaba hace unos años habría piadosamente dejado de crecer, pero esta noticia esperanzadora era de justo antes del momento de eclosión de los blogs o bitácoras: pequeños sitios webs de registro de hechos o de ocurrencias, que en los países desarrollados ya construyen el 40% de los ciudadanos con acceso a la Red.

Al lado de esta explosión digital, la producción en papel sigue en excelente estado de salud. Comparativamente no es muy grande (el papel representa sólo el 0,01% de la nueva información creada entre todos los medios), pero sigue siendo importante... o eso queremos creer.

El total de libros anuales impresos en todo el mundo fue estimado hace tres años en 950.000. Insisto: no hablamos de ejemplares (para obtenerlos habría que multiplicar esa cifra por 1.500 o 2.000), sino de títulos distintos. España contribuye con unos 76.000 libros a ese despliegue. Tal parece que la "universal inundación de libros" de que se quejaba el clásico español del XVII no ha amainado, sino más bien al contrario...

Pero además hay activos más de 25.000 periódicos, 80.000 publicaciones generales, 38.000 revistas académicas y 40.000 boletines diversos. Hay revistas académicas que sacan un sólo número al año... pero los diarios producen por definición unos 360.

Bien: todo esto es producción anual. Al año siguiente se producirían casi otro millón de títulos nuevos, los 25.000 periódicos sacarían sus ediciones diarias, etc. Y así sucesivamente.

A esto hay que añadir las publicaciones del pasado que están guardadas en archivos, bibliotecas, hemerotecas, etc. Se calcula que hay preservados en estos establecimientos unos 100 millones de libros (haciendo la media entre las estimaciones más altas y la más bajas).

 

Naturalmente, en estas grandes cifras hay probabilísimos solapamientos. En el papel tenemos libros que están en varias bibliotecas, obras del pasado que se reimprimen, infinidad de traducciones que simultanean el mismo título en lanzamientos mundiales en muchas lenguas. En la Web hay quien estima en el 20% el grado de redundancia general (contenidos parciamente duplicados, espejos que repiten las páginas de un sitio, ...) pero además están las obras digitales que reproducen otras en papel. La buena noticia es que probablemente no crecerán al mismo ritmo al que lo han venido haciendo: las bibliotecas y hemerotecas tradicionales, por ejemplo, aumentan sus fondos por lo general a costa de deshacerse de otros más viejos (como denunció el novelista Nicholson Baker en Double Fold). Y gran parte de los contenidos que están digitalizando o planean digitalizar Amazon, la Open Content Alliance y Google son precisamente aquellos que están ya en la bibliotecas.

En cualquier caso, esto supone un escaso alivio para quien pueda sentirse abrumado con estas cantidades difícilmente concebibles. Nunca como ahora ha habido tanto por leer: en papel y en repositorios digitales que pueden volcar millones de páginas a las cada vez más polimorfas y ubicuas pantallas... Nuestra sociedad del conocimiento se cimienta sin duda sobre habilidades lectoras, pero ¿por qué da la impresión de que éstas en general están en retroceso?

La práctica individual, social, de la lectura se basa en técnicas (desde la decodificación de la tipografía hasta la interpretación de la puesta en página) y en estrategias que ya tienen siglos de antigüedad, pero que han ido indudablemente cambiando. El lector de hoy está, por así decir, subido a los hombros de innumerables lectores del pasado pero por otro lado está también generando prácticas nuevas.

Este lector avanzado de la actualidad, ¿es miembro de una secta cada vez más aislada? La abundancia de lectura, ¿desembocará en un mundo de cada vez menos lectores de verdad? Decodificar penosamente las letras, sin poder penetrar en el sentido último de textos medianamente complejos, ¿es realmente leer? ¿Cómo podemos atraer a los jóvenes, a las capas crecientes de la población insertas en sistemas de enseñanza obligatoria, hacia la lectura activa? ¿Y a los adultos que no tuvieron la suerte de adquirirla en la edad temprana?

Las capas más ilustradas de nuestra sociedad ya están entonando el réquiem por la lectura y, en general, por el mundo logocéntrico en el que está inserta. El síndrome de sospecha se extiende a todo el conjunto: la producción lingüística de las personas (a la que se acusa de decadente y plagada de errores) y sus habilidades de escritura (la histeria que ha brotado en torno a los SMS, o mensajes cortos por el teléfono móvil). Rebrotan ideas de purismo, y se apela a esencias de la lengua que en realidad nunca existieron para reprobar comportamientos y usos actuales. Sin embargo, la expresión hablada y escrita sigue más o menos como siempre: con minorías cultas que las desarrollan a la perfección y grandes masas que hacen de su lengua un uso variable y creativo. Siguen existiendo diferencias de registro ligüístico (uno no se dirige igual a sus amigos que a un desconocido en posición de poder), y éste es quizás el flanco que más se resiente en las prácticas actuales.

No se puede olvidar, igualmente, que la producción escrita privada y aun pública ha crecido muchísimo desde la difusión de los correos electrónicos (que prácticamente han resucitado un género, el epistolar, que estaba muerto desde la extensión del teléfono). Estas masas de productores exigen simétricamente receptores, es decir: lectores.

 

Las palabras leer, lectura están en la actualidad aquejadas de polisemia (equiparándose en ello con otras grandes palabras de nuestro tiempo, como cultura). Por un lado, lectura significa sencillamente “decodificación de signos alfabéticos” (o bien de otro tipo, si pensamos en las lenguas que usan los caracteres de origen chino) la llamaremos lectura1. Así, se habla de las “habilidades de lectura” (o “de lecto-escritura”) de determinados segmentos de la población, de la “adquisición de la lectura”, etc.

Pero por otro lado lectura equivale también a “la práctica habitual de lectura1 sobre materiales que se suponen de interés cultural, no práctico”, y llamaremos a esta modalidad lectura2. En contextos no-técnicos leer, lectura se deben interpretar como leer2, lectura2. Así: si se dice de Fulano que “lee mucho” normalmente no se entenderá que su trabajo de ingeniero de Caminos le obliga a estar todo el día sobre las normas ministeriales, y una campaña de “Fomento de la Lectura” no se supone que promueva la frecuentación del Código Civil.

Aparte de esta radical sinécdoque (la figura consistente en tomar la parte por el todo), la lectura2 sufre otra violencia suplementaria del mismo tipo: su objeto, esas obras de “interés cultural, no práctico”, ¡son casi únicamente literarias, y dentro de ellas narrativas! Las campaña de Fomento de la Lectura siembran el metro básicamente de páginas de... novelas. ¿Y los poemas, los ensayos, los libros de memorias, o de viajes, las biografías, o incluso los libros en que los naturalistas de antaño (J.H. Fabre, La vida de los insectos) o de hoy (J. Weiner, el pico del pinzón) volcaban sus conocimientos?

Pero como como los contenidos de nuestra civilización aún no están vertidos a los portentosos mediaglifos de Stephenson, parece obvio señalar que normalmente el acceso al conocimiento viene por vía de la lectura (lectura1). Y que los ciudadanos más afortunados siempre encontrarán ocasiones de dedicarse a la lectura2.

 

Creación, 15 de octubre del 2006

 

Otro artículo sobre un tema afín: La lectura y la sociedad del conocimiento.

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