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Pierre Menard, autor del Aleph
 

 

José Antonio Millán

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Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Aleph contemporáneo, calumnian su clara memoria.

No quería componer otro Aleph —lo cual es fácil— sino «el» Aleph. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Jorge Luis Borges.

«Mi propósito es meramente asombroso», me escribió el 30 de septiembre de 1998 desde Bayonne. «El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgado relato. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.» En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.

El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar el escepticismo religioso, recrear el Palermo de los compadritos, olvidar la historia de América entre los años de 1945 y de 1985, ser Jorge Luis Borges. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español porteño de comienzos del siglo XX) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible!, dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser a finales del siglo XX un cuentista intelectual de los años 40 le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Borges y llegar al Aleph le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Aleph, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir la frase “soy yo, soy Borges”del Aleph. Incluirla hubiera sido crear otro personaje —Borges— pero también hubiera significado presentar el Aleph en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad). «Mi empresa no es difícil, esencialmente —leo en otro lugar de la carta—. Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.» ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Aleph —todo el Aleph como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear uno de los últimos párrafos —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: «Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo». Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:

 Where a malignant and a turbaned Turk...

 ¿Por qué precisamente el Aleph? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un argentino, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. «El Aleph —aclara Menard— me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:

 Ah, bear in mind this Barden was enchanted!

 o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Aleph.

(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras). El Aleph es un relato contingente, el Aleph es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos párrafos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los poemas, las traducciones, El idioma de los argentinos, las Otras inquisiciones, las velas sin duda laboriosas de Siete noches y Los naipes del tahur... Mi recuerdo general del Aleph, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un relato no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Borges. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto «original» y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Aleph en los años cuarenta era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a finales del XX, es casi imposible. No en vano ha transcurrido medio siglo, cargado de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Aleph».

A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Aleph de Menard es más sutil que el de Borges. Éste, de un modo burdo, opone las ficciones cabalísticas a la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como «realidad» la tierra del tango en torno a la Década Infame. ¡Qué lunfardadas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay compadritos ni milongas ni corruptos ni Hipólito Yrigoyen ni sustitución de importaciones. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo del relato histórico. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.

No menos asombroso es considerar fragmentos aislados. Por ejemplo, examinemos el famoso párrafo que cierra la cadena de enumeraciones: «vi…, vi…, vi…». Es sabido que el Aleph (como Quevedo en el pasaje análogo, y anterior, de La hora de todos) alerta: «Bien sé que le han de leer unos para otros, y nadie para sí». Borges era un literato bonaerense: su fallo se explica. ¡Pero que el personaje de Pierre Menard —hombre contemporáneo de Die Ringe des Saturn y de Alan Sokal— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Aleph; la baronesa de Bacourt, la influencia de Walter Benjamin. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Borges y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)

Es una revelación cotejar el Aleph de Menard con el de Borges. Éste, por ejemplo, escribió:

porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Redactada en los años cuarenta, redactada por quien dijo de sí mismo que «se esperaba que yo fuera escritor», esa enumeración es un mero elogio retórico de la vastedad. Menard, en cambio, escribe:

porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Ese objeto «conjetural»; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de Steven Pinker, no define al Aleph como una realidad sino como su hipótesis. La verdad evenemental, para él, no es lo que sucedió; es lo que postulamos que sucedió. La cláusula final —«el inconcebible universo» — es descaradamente pragmática.

También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin — adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.

No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Aleph —me dijo Menard— fue ante todo un relato agradable; ahora es una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones facsimilares. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.

 

 

     


Publicación en esta web, 1 de julio del 2015
Cambios menores, 2 de julio

 

 

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