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Don Quijote II, 72:
ficciones, inverosimilitudes
y moralidades

 

Luis Gómez Canseco
Universidad de Huelva

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Luis Gómez Canseco es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Huelva. Ha trabajado en diversos aspectos de la literatura del Siglo de Oro –humanismo, narrativa, erudición, emblemática, poesía y teatro– y en autores como Cervantes, Mateo Alemán, Lope de Vega, Arias Montano, Rodrigo Caro, Francisco Sánchez de la Brozas, Alonso Fernández de Avellaneda, Polo de Medina o Pedro de Valencia. En el 2000 publicó su edición del Avellaneda en Biblioteca Nueva

Trabajo publicado originalmente en la revista
Philologia Hispalensis

 

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Esta es una aportación al año Avellaneda...

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Para Isabel Román, sabia y estoica

Avellaneda en las ventas

Como en otros capítulos del Quijote, el título que encabeza éste LXXII de la segunda parte, «De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea», apenas se corresponde con su contenido. Es cierto que los protagonistas llegan a su aldea, pero no deja de sorprender que se eluda cualquier alusión a una trama en la que don Álvaro Tarfe pasa desde el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras. Compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas a las ficciones cervantinas. No obstante, la lógica en la sucesión de capítulos se atiene al título anterior, el del LXXI, «De lo que a don Quijote le sucedió con su escudero Sancho yendo a su aldea»; y, en verdad, todo empieza ahí, un par de páginas antes, cuando amo y escudero llegan a una de esas ventas cervantinas en las que todo es posible.[1]

Esta vez don Quijote reconoce el mesón como tal, sin llegar a confundirlo con castillo, pues, como se encarga de subrayar el narrador, «después que le vencieron, con más juicio en todas las cosas discurría»; y añade: «como agora se dirá»[2]. Lo que a continuación se cuenta es la historia de dos robos, el de Elena por parte de Paris y el de la vida y los amores de Dido por parte de Eneas. Ambos sucesos servían de motivo a las sargas que decoraban la sala donde se acogen los viajeros y se apuntan pintadas «de malísima mano», a pesar de lo cual don Quijote reseña la risa «a socapa y a lo socarrón» de Elena y las «lágrimas del tamaño de nueces» de Dido.

Hasta aquí todo bien; sólo que, según el narrador, ese caballero que ahora discurría con más juicio tras la derrota en las playas de Barcelona, vuelve a sus andadas caballerescas y se lamenta de no haber nacido en los tiempos de Troya para acabar con Paris y, así, con las desgracias que acarreó su rapto. Sancho cambia el registro y le consuela anunciando la fama que habrá de conseguir la historia que ellos mismos protagonizan y de la que ya conocían una primera impresión: «Yo apostaré –dijo Sancho– que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas»[3]. Y completa su intervención con un juicio crítico sobre la factura de los lienzos: «Pero querría yo que la pintasen manos de otro mejor pintor que el que ha pintado a éstas». Don Quijote, que las coge al vuelo, se aviene a lo del pintor y remata la jugada:

–Tienes razón, Sancho –dijo don Quijote–, porque este pintor es como Orbaneja, un pintor que estaba en Úbeda; que, cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere»; y si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo: «Éste es gallo», porque no pensasen que era zorra.[4]

Como quien no quiere la cosa, el asunto de la imitación pictórica de las historias de Elena y Dido termina en la imitación literaria que Alonso Fernández de Avellaneda había hecho con la primera parte del Quijote:

Desta manera me parece a mí, Sancho, que debe de ser el pintor o escritor, que todo es uno, que sacó a luz la historia deste nuevo don Quijote que ha salido: que pintó o escribió lo que saliere; o habrá sido como un poeta que andaba los años pasados en la corte, llamado Mauleón, el cual respondía de repente a cuanto le preguntaban; y, preguntándole uno que qué quería decir Deum de Deo, respondió: «Dé donde diere». (DQ II, 71)

El lector atento recuerda que poco antes, en el capítulo LIX y en otra venta similar a ésta, la novela apócrifa había irrumpido en la acción de 1615. Y no sólo eso, más allá, en el capítulo III de la segunda parte, don Quijote, sorprendido por la noticia de la publicación de la primera parte, había mantenido con el bachiller Sansón Carrasco un diálogo similar a éste del capítulo LXXI:

–Ahora digo –dijo don Quijote– que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja, el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: «Lo que saliere». Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él: «Éste es gallo». Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla.

–Eso no –respondió Sansón–, porque es tan clara, que no hay cosa que dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún rocín flaco, cuando dicen: «Allí va Rocinante». (DQ II, 3)

En un caso y en otro, Cervantes trae al cuento la arbitrariedad de la escritura y la fama de la historia. Parece que estuviera decidido a utilizar los mismos argumentos para referirse al narrador y al autor de la primera parte y para denostar al avieso Avellaneda. La cosa tiene su importancia, al menos, por tres razones. La primera de ellas consiste en que esa coincidencia apunta hacia el complejo proceso de reescritura que Cervantes tuvo que afrontar a raíz de la lectura de Avellaneda en los materiales de la segunda parte ya escritos y que afectaron también a los capítulos anteriores al LIX. En realidad, no hay que descartar que esos fragmentos del capítulo III y del LXXI hubieran tenido una composición simultánea. La segunda razón relaciona el episodio con otros que también tratan de las diferencias entre la imitación y el robo literario. Recuérdese al mancebo poetilla que, poco antes, entona unas estancias más bien garcilasianas ante la tumba de Altisidora y que luego se justifica asegurando que «entre los intonsos poetas de nuestra edad se usa que cada uno escriba como quisiere, y hurte de quien quisiere, venga o no venga a pelo de su intento» (DQ II, 70)[5]. Hacia la misma dirección apuntan los «Privilegios, ordenanzas y advertencias que Apolo envía a los poetas españoles», recogidos en la Adjunta al Parnaso y donde el dios decreta la siguiente disposición en torno a la usurpación literaria:

Ítem, se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco.[6]

En este capítulo de la segunda parte se plantea, por un lado, el asunto del robo en las historias de Elena y Dido, al tiempo que la mala mano del pintor y las facecias de Orbaneja y Mauleón inciden en el desacertado modo de imitación que eligió Avellaneda. La tercera y última razón es la introducción misma del libro de Avellaneda como problema literario, que sirve de prólogo a los extraordinarios sucesos que van a ocurrir en esta venta. Aun así, no olvide el lector que este episodio se cierra con don Quijote amonestando a Sancho para que se avenga a continuar con los azotes que, según la profecía de Merlín, habrían de desencantar a Dulcinea, con Sancho refraneando y con su amo implorándole una vez más: «No más refranes, Sancho, por un solo Dios» (DQ II, 71).

 

Don Álvaro o las inverosimilitudes de la historia

En otra de las ventas, la del capítulo LIX, el caballero oye primero hablar del libro apócrifo en el aposento de al lado y luego lo sostiene por un momento entre las manos. La aparición de don Álvaro Tarfe en esta venta del capítulo LXXII viene a ser pareja: primero oye a uno de los criados mencionar su nombre, el de un «señor don Álvaro Tarfe» que también se asienta en el aposento frontero; luego el personaje literario se hace real, toma la palabra y don Quijote y Sancho pueden abrazarlo y tocarlo con sus propias manos. Nos encontramos ante un proceso de anagnórisis similar al que había ocurrido en la venta de Juan Palomeque el Zurdo para resolver los avatares sentimentales de Sierra Morena, sólo que ahora esa anagnórisis es literaria. Hagamos relación de su recorrido: el hidalgo ya había oído al de los Espejos hablar de la posible existencia de otro don Quijote al que este caballero habría vencido; luego tiene noticia de un libro imposible que lo pintaba «ya desenamorado de Dulcinea del Toboso» (DQ II, 59); más tarde se va topando con varios de sus lectores y llega incluso a pisar la imprenta donde se está corrigiendo (DQ II, 63); y ahora, por fin, uno de los personajes de ese libro cobra vida y entidad en el mismo mesón donde él reposa:

–Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.

Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:

–Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe.

No deja de ser curioso, por otro lado, que el narrador insista en declarar que don Álvaro se aposentó en «una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que tenía la estancia de don Quijote». De alguna manera, Cervantes remite al capítulo anterior para subrayar la similar condición –real o ficticia– de los dos personajes y para situar de nuevo al lector en el ámbito de la imitación literaria[7].

Si bien se mira, en esta segunda parte lo extraordinario se hace cotidiano. Después de tener entre sus manos la propia historia impresa, de haberse enfrentado a otros dos caballeros andantes, de ver a Dulcinea encantada, de haber asistido a los agasajos de los duques o de haber oído hablar a una cabeza de bronce, no es mucho encontrarse con el personaje de un libro que se había hojeado hace poco. Don Álvaro Tarfe llega desde la ficción leída y salta con naturalidad a la realidad de otra ficción. Aún así, téngase en cuenta que no es éste el único personaje libresco con el que se cruza con don Quijote: el Montesinos y el Durandarte de la cueva procedían del romancero o el Merlín que profetiza el desencantamiento de Dulcinea había tenido antes una vida de papel. Pero la singularidad de este caso consiste en que tiene su origen en un libro que cuenta unas aventuras de don Quijote y Sancho que ellos, los verdaderos don Quijote y Sancho, saben que nunca les ocurrieron. Más próxima, por lo complejo, es la inserción que Cervantes hace de sí mismo en su novela como amigo del cura Pero Pérez y compañero de cautiverio del capitán Ruy Pérez de Viedma. E incluso la aparición del manuscrito de Rinconete y Cortadillo en la pequeña biblioteca portátil del ventero deja abierta la posibilidad de que el dueño de esa maletilla fuera el mismo Cervantes, que habría pasado por la venta en la que ahora están sus personajes y habría olvidado la bolsa con los papeles que ellos terminan por leer. Todos esos intercambios entre la historia y las distintas ficciones contribuyen a engrosar la sensación de veracidad de los hechos narrados e igualan a personas, personajes y lectores en el plano de una única realidad. El caso de don Álvaro, como han señalado Álvaro Fernández Suárez, Thomas A. Lathrop o Elizabeth Wilhelmsen[8], sitúa en un único nivel a todos los personajes de Avellaneda y a los cervantinos y se convierte en una excelente arma arrojadiza, pues, a la postre, no será Cervantes, sino el propio don Álvaro, invención avellenedesca, quien desacredite la personalidad de sus protagonistas y, de paso, las incapacidades literarias del libro que lo originó.

En la historia urdida por Alonso Fernández de Avellaneda, don Álvaro Tarfe ejerce de muñidor de la salida del caballero, que se anima a dirigirse las justas zaragozanas a las que van el propio caballero granadino y su comitiva. Pero, a medida que avanza la narración, este caballero enamorado, que en principio parece no estar muy lejos de los principios literarios del hidalgo Quijano, va desvelando su papel real y termina actuando como freno a los excesos del andante. Él será el encargado de encerrar a don Quijote en la Casa del Nuncio y concluirá su intervención con un discurso admonitorio sobre la locura. Pero el particular problema de este noble perteneciente a un estamento inferior y con un papel secundario que él asume por completo está en su condición morisca. Don Tarfe confiesa ser descendiente «del antiguo linaje de los moros Tarfes de Granada, deudos cercanos de sus reyes»[9], pero nunca menciona los problemas contemporáneos de su raza o las limitaciones que el estatuto de limpieza de sangre le imponía. Tanto Manuel Muñoz Barberán como Mª Soledad Carrasco incidieron en su condición arcaica y anacrónica[10]; aunque, a mi juicio, don Álvaro tiene un origen más literario que histórico. Su asiento verdadero está en la Granada que imaginó el zapatero Pérez de Hita en las Guerras civiles de Granada, donde nobles y caballeros árabes ocupaban sus ocios en jugar sortijas y cortejar damas: precisamente, las dos únicas ocupaciones que conocemos de este morisco.

Cervantes, en efecto, hace relación por boca del propio don Álvaro de esas funciones del personaje en la historia: se dice amigo del otro don Quijote, confiesa haberlo sacado de su casa para ir a Zaragoza, haberlo defendido en las dificultades y, por fin, dejarlo metido en la casa de locos de Toledo. No obstante, Cervantes en ningún momento menciona su condición morisca, que tan característica resulta en la narración de Avellaneda. Solamente se limita a recordar su patria:

–¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?

 

Y don Quijote le respondió:

 

–A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced, ¿dónde camina?

 

–Yo, señor –respondió el caballero–, voy a Granada, que es mi patria.[11]

El diálogo que entonces se inicia con el caballero granadino confirma una sospecha que se ha venido gestando a lo largo de la obra como posibilidad, la de que existan otros don Quijote y Sancho pululando por la misma geografía de la segunda parte. Los dos extremos de esa trama interior de la novela se sitúan en esta conversación de don Quijote y don Álvaro y en la que el hidalgo había tenido en el capítulo XIV con el caballero de los Espejos. Ese andante de pega aseguraba «haber vencido, en singular batalla, a aquel tan famoso caballero don Quijote de la Mancha, y héchole confesar que es más hermosa mi Casildea que su Dulcinea». Don Quijote entonces lo pone en duda y apunta que «podría ser que fuese otro que le pareciese, aunque hay pocos que le parezcan»; y el de los Espejos da una descripción detallada que coincide con el original punto por punto:

–¿Cómo no? –replicó el del Bosque–. Por el cielo que nos cubre, que peleé con don Quijote, y le vencí y rendí; y es un hombre alto de cuerpo, seco de rostro, estirado y avellanado de miembros, entrecano, la nariz aguileña y algo corva, de bigotes grandes, negros y caídos. Campea debajo del nombre del Caballero de la Triste Figura, y trae por escudero a un labrador llamado Sancho Panza; oprime el lomo y rige el freno de un famoso caballo llamado Rocinante, y, finalmente, tiene por señora de su voluntad a una tal Dulcinea del Toboso, llamada un tiempo Aldonza Lorenzo.

A todo ello don Quijote contrargumenta que pudiera ser que alguno de sus muchos enemigos encantadores hubiera «tomado su figura para dejarse vencer, por defraudarle de la fama que sus altas caballerías le tienen granjeada». Acabados los considerandos verbales, decide acudir a la evidencia de sí mismo y al juicio de las armas: «...y si todo esto no basta para enteraros en esta verdad que digo, aquí está el mesmo don Quijote, que la sustentará con sus armas a pie, o a caballo, o de cualquiera suerte que os agradare» (DQ II, 14). Con don Álvaro no le es necesario llegar tan lejos, pues al granadino le basta con la vista y el oído. La perplejidad, no obstante, es la misma, ya que uno se identifica como el personaje de Avellaneda y otro como el original de Cervantes: «... señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?». Don Álvaro reconoce que «en ninguna manera» se parece al que él conoció. La intervención de Sancho también viene a defender su estatuto como personaje:

–Y ese don Quijote –dijo el nuestro–, ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?

 

–Sí traía –respondió don Álvaro–; y, aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.

Es ésta la primera mentira del don Álvaro cervantino, que en las páginas de Avellaneda se troncha de risa con las gracietas del Sancho apócrifo. Las palabras que suelta Sancho a continuación pretenden ser un pequeño epítome de la suma paradójica de simplicidades agudas y discreciones necias que caracterizan al personaje cervantino: «Eso creo yo muy bien –dijo a esta sazón Sancho–, porque el decir gracias no es para todos». La misma sentencia ya había pasado ante los ojos del lector en el capítulo III de la segunda parte, tan cercano a éste, donde el narrador acota: «Decir gracias y escribir donaires es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple» (DQ II, 3).

La conclusión de Sancho no deja lugar a dudas: «todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño». Parece afirmar que la historia de los otros, de los apócrifos, de los impostores, es sueño y ficción, frente a la historicidad de la suya, pero, al final, resulta que no es así, pues si don Álvaro reconoce que éste Sancho es el divertido y que el otro tenía más «de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso», también jura que él dejó en la Casa del Nuncio a un don Quijote «bien diferente» del que ahora tiene delante, pero igual de real que éste. El caballero manchego, por su parte, repite las mismas razones que antes había esgrimido ante el caballero de los Espejos:

...yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos.

Por cierto que no deja de ser curioso este afán de autoafimarción, pues, en la primera parte, ni una sola vez se lee esa frase de «yo soy don Quijote» y no menos de siete se repite en la segunda, probablemente para responder a la existencia amenazante de Avellaneda[12]. Don Álvaro duda entre las dos ficciones que se reparten su existencia, la de Avellaneda y la de Cervantes, y expresa la admiración que le causa «ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones». Y aún va más lejos: del mismo modo que don Quijote se negaba a creer lo que el de los Espejos decía como verdad palmaria, el granadino acepta la sentencia de Sancho: «...vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado».

Don Álvaro Tarfe comparte naturaleza literaria y funciones narrativas con un personaje que Cervantes ideó no lejos del modelo de Avellaneda. Me refiero a don Antonio Moreno, otro caballero eutrapélico, que en la segunda parte sirve para subrayar la identidad de don Quijote, la caracterización de Sancho y la singularidad de sus gracias[13]. Tras la derrota del hidalgo en las playas barcelonesas, don Antonio lamentará el daño que ha de seguir a las acciones del bachiller Carrasco:

...yo imagino que toda la industria del señor bachiller no ha de ser parte para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco; y si no fuese contra caridad, diría que nunca sane don Quijote, porque con su salud, no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza, su escudero, que cualquiera dellas puede volver a alegrar a la misma melancolía. (DQ II, 65)

 

Razones jurídicas para la ficción

Antes de dar carta completa de identidad a los personajes de Avellaneda como entes reales y a Avellaneda como el historiador que cuenta sus vidas, Cervantes se permite algunos juegos con los encantamientos y la construcción literaria. No era la primera vez. Ya Sancho se había espantado de que en el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha se narraran cosas que pasaron don Quijote y él a solas, y su amo le había aclarado el caso por vía de la magia:

Yo te aseguro, Sancho –dijo don Quijote–, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir. (DQ II, 2)

Ahora es don Álvaro quien se dice víctima de un encantador enemigo: «...los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo». Sancho entonces se ofrece a liberarle con unos cuantos azotes más, que añadirá a los que han de desencantar a su señora Dulcinea: «...pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno». Todavía a la hora de despedirse el noble morisco insiste en que «debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes». Esa del encantamiento era la misma justificación que don Quijote había dado al de los Espejos, pero aquí tiene una explicación literaria: el malvado encantador es el narrador omnisciente de la segunda parte apócrifa, que había puesto a don Álvaro en el camino del otro don Quijote loco y desaforado.

Encantado o no, don Quijote le pide a su nuevo amigo una declaración escrita que certifique no que él sea el don Quijote verdadero, sino que no es el otro impreso en la otra segunda parte y que él conoció. El caballero granadino se aviene y el escrito se redacta con la presencia de un alcalde y un escribano que pertenecen por completo a la ficción cervantina. Ante ellos

...pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas.[14]

En la primera parte, Cervantes no había tenido inconveniente en plasmar ante los ojos del lector real la cédula pollinesca o el texto mismo de la Novela del curioso impertinente, que simultáneamente leían los personajes de ficción (DQ I, 25 y 33). Aquí, por el contrario, se abstuvo de reproducir el documento legal y se limitó a transcribirlo en ese magnífico y casi indescifrable estilo indirecto que caracteriza la escritura del Quijote. La declaración se adorna con todos los requisitos jurídicos, lo cual tranquiliza por fin a don Quijote y Sancho; pero no al narrador, que añade: «...como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras». El sinsentido del escrito reside en que ellos –reales o ficticios– no son lo que son por mucho que lo diga el dictamen de otro personaje de ficción, sino por serlo y por reconocerse en sí racionalmente.

Esa obsesión jurídica frente a un Avellaneda que había sacado su libro a escondidas, con pie de imprenta probablemente falso y con licencia de impresión y venta limitada al arzobispado de Tarragona, se extiende hasta el último capítulo del Quijote de 1615. Allí es primero don Quijote quien dicta testamento suplicando a sus albaceas que pidan disculpas a Avellaneda por haberle dado ocasión de escribir «tantos y tan grandes disparates»; y luego será el cura quien solicite testimonio notarial de la defunción de don Quijote «para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas» (DQ II, 74)[15].

No obstante, el inconveniente de don Álvaro como testigo –y esto ha preocupado por extenso a los cervantistas– consiste en su condición de morisco. Recuérdense los reparos que, sobre la sinceridad de los moros, comparten el narrador y el protagonista de la historia. El primero asegura que, si se puede poner alguna objeción a lo narrado en la primera parte, «no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos» (DQ I, 9); y don Quijote deambula por los mismos derroteros al afirmar que «de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (DQ II, 3). La condición morisca –y, por tanto, más bien falaz– de don Álvaro le invalidaría como testigo para acreditar la personalidad de los héroes y devendría en una suerte de argumentum cornutum escolástico. Pudiera ser que se trate de un simple juego irónico, pero lo cierto es que Cervantes en ningún momento menciona la condición morisca del personaje. Acaso quiso dejarlo en un sutil sobreentendido, que compartiría con los otros lectores del Quijote apócrifo; aunque si nos atenemos a lo que dice a lo largo y ancho de la segunda parte, su intención respecto al de Avellaneda fue conseguir que nadie ocupara sus ocios de lector con aquel libro.

Edward C. Riley afirmaba que este episodio del capítulo LXXII era «una complicación, por no decir una confusión, que hubiera sido mejor evitar»[16]. Es evidente que Cervantes quiso darse el gustazo de hacer suyo a uno de los personajes del embozado enemigo para darle con él en la cabeza, jugando con los límites de la historicidad y la verosimilitud. Aún así, cabe preguntarse por qué eligió a don Álvaro y no a otro personaje de Avellaneda. Ya se ha dicho que lo más característico del señor Tarfe son sus orígenes literarios. En Avellaneda, comparece como uno de esos moros literarios de los que tanto gustó Lope de Vega y compartiendo nombre con el moro Tarfe, hermano del rey árabe de Granada, que protagoniza romances como «Mira, Tarfe, que a Daraja» o «El espejo de la corte» o comedias como Los hechos de Garcilaso de la Vega y Moro Tarfe y El cerco de Santa Fe. Su raza, pero también su generosidad, su elegancia, su amor y su cortesanía confirman esas dependencias literarias. Desde el punto de vista de la verosimilitud resulta poco creíble, no sólo por ser morisco en tiempos de la expulsión[17], sino, sobre todo, por ser un heredero poético del Abencerraje sin apenas anclaje en la realidad histórica, pero profundamente vinculado a un Lope, que Cervantes intuía detrás de Avellaneda.

Don Álvaro, por otro lado, es una de las creaciones más personales de Avellaneda, que no tiene su raíz, como otros personajes del apócrifo, en la primera parte cervantina. Éste es uno de esos caballeros «de buen gusto», como don Carlos y el Archipámpano, que transforman a don Quijote y a Sancho en bufones palaciegos y luego lo encierran en la Casa toledana del Nuncio. Del mismo modo que Avellaneda se había adueñado de los personajes de Cervantes transformándolos en entidades nuevas, Cervantes quiso apropiarse de uno de los personajes de Avellaneda y desligarlo de su origen. Acaso por eso evitó mencionar la condición morisca con que aparece en el otro Quijote. Al fin y al cabo se trataba de poner sobre la mesa los distintos modos literarios de imitación. Al dar entidad real a don Álvaro Tarfe y traerlo a la venta donde están sus propios héroes, Cervantes pretendía demostrar que la imitación de Avellaneda nunca podría haber sido correcta y verosímil, ya que los originales que el plagiario eligió para su imitación no eran los verdaderos. El desengaño que muestra don Álvaro aspiraba a ser, a la postre, atisbo del desengaño literario de los lectores que habían leído el Quijote de 1605, el apócrifo de 1614 y habrían de leer este nuevo Quijote en 1615.

 

Senderos simbólicos y sentencias filosóficas

La lucidez insultante de Cervantes convirtió el problema literario de la usurpación de su Don Quijote en un elemento de la trama primero y luego en parte de la realidad que se plantea como ficción. Reduciéndolo a silogismo resulta más sencillo:

a. Los don Quijote y Sancho de la primera parte son reales e históricos.

 

b. El don Álvaro Tarfe de la novela de Avellaneda comparte venta con ellos, les habla y los abraza.

c. Don Álvaro Tarfe es, pues, al menos tan real como don Quijote y Sancho y, con él, los otros don Quijote y Sancho que conoció en las páginas del libro que había dado vida a los tres.

En el abrazo final que don Álvaro da a don Quijote y Sancho se suman el desengaño de lo que antes creía, el reconocimiento de una nueva verdad y la derrota literaria de Avellaneda no sólo por boca de uno de sus personajes, sino por medio del ingenio cervantino:

Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio le contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote el suyo.

Todo esto de los caminos no resulta tan simple y causal. Poco antes, se había hecho una alusión a ellos en el ofrecimiento de Sancho para azotarse gratia amoris y desencantar así a don Álvaro: «Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría si acaso iban un mesmo camino». Ahora nos dicen que esos caminos se apartaban y que conducían a cada uno a sus particulares destinos. La situación es la misma del prólogo al Persiles, donde, tras un buen trecho en el que el estudiante pardal reconoce a Cervantes como «el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas», los senderos del autor y del personaje se bifurcan: «En esto, llegamos a la puente de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia»[18]. En este capítulo LXXII, también se separan los caminos: don Álvaro inicia una nueva vida literaria desde las páginas cervantinas, mientras que a don Quijote le esperaba la muerte a la vuelta de la esquina. Pero antes y por un momento, amo y escudero vuelven a sus andadas.

Esas andadas eran las de los azotes y el desencantamiento de la encantada Dulcinea. Al final del capítulo LXXI, Sancho había aplazado el cumplimiento total de la condición impuesta por Merlín a la siguiente ocasión en que se encontraran entre árboles, «que parece –asegura el escudero– que me acompañan y me ayudan a llevar mi trabajo maravillosamente». A esos azotes postizos vuelve a aludir al tratar del encantamiento de don Álvaro Tarfe y, ahora, durante las dos últimas noches que pasan a la intemperie antes de llegar a la aldea, Sancho cumple con los «tres mil azotes y trecientos» que había de darse «en ambas sus valientes posaderas» (DQ II, 35). El cómputo tiene su importancia, porque, con la cuenta cabal, el hidalgo da por desencantada a Dulcinea:

...quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día, por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín.

Pero, claro, Sancho y los lectores sabemos que los azotes eran artificiales y que no iban más allá de un generoso vapuleo repartido entre hayas y encinas. De este modo, lo del desencantamiento no podía tener lugar. Aunque –la verdad sea dicha– nunca lo hubiera tenido, porque el encantamiento original de la dama fue sólo una invención sanchesca, que, en último término, se corresponde con la invención de Dulcinea en el capítulo primero de la primera parte. El desengaño final del caballero sobre la posibilidad de ese reencuentro con su amada se describe a vuelta de una hoja, cuando, en el capítulo LXXIII, oye decir a unos niños: «No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida», y una liebre perseguida se acoge a la protección del amo y el escudero. Todo lo interpreta el caballero como signos inequívocos de que nunca volverá a verla: «Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!» (DQ II, 73).

Las líneas finales de nuestro capítulo LXXII han dado empleo a unos cuantos litros de tinta erudita. Los protagonistas llegan a lo alto de un cerrillo desde donde divisan su aldea. Sancho entonces se arrodilla y, en vez de soltar una ristra de refranes, larga un discursito:

Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.

La crítica ha debatido sobre las fuentes de este texto, apuntando ya a Séneca, ya a Petrarca y sus De remediis utriusque fortunae, al refranero, al Amadís de Gaula o a alguno de los varios opúsculos en torno a la victoria moral sobre sí que Cervantes pudo leer, como el Tratado de la victoria de sí mismo, que tradujo Melchor Cano en 1552[19]. Más allá de una máxima que puede considerarse un bien mostrenco, la parrafada de Sancho tiene un evidente sentido burlesco. El escudero levanta una voz retórica y se va por las ramas, mezclando berzas con capachos; pues, si por un lado habla de sí mismo para insistir en la mentira de los azotes y en el beneficio que ha recibido a cambio, por otro sentencia sobre la supuesta victoria moral de su amo. Es probable que, con esta perorata, Cervantes pretendiera mostrar a las claras las singularidades del Sancho verdadero y su desarrollo como tonto sabio, formado a oídas de predicadores y caballeros, aunque con la malicia de su naturaleza y con su propia ristra de dichos y cuentecillos. Es como si se cumplieran los avisos del capítulo XXII de la segunda parte, donde don Quijote apunta la posibilidad de que Sancho tome «un púlpito en la mano» y se vaya «por ese mundo predicando lindezas» (DQ II, 22). Del rústico malicioso quedan las mentiras y frases comunes, como «si buenos azotes me daban, bien caballero me iba»; del Sancho ilustrado es muestra cabal la imprecación a la patria, la anáfora del «Abre» y el regusto estoico de su intervención.

A tiro pasado, los lectores pudiéramos relacionar estas sentencias –y así lo ha hecho parte de la crítica– con la renuncia y la muerte de don Quijote en los últimos capítulos. Pero lo cierto es que hasta este momento don Quijote sólo ha sido derrotado por el de la Blanca Luna y se ha limitado a sustituir las acciones caballerescas por proyectos pastoriles. Puede ser que la derrota barcelonesa sea también la expresión simbólica del descalabro que don Quijote se ha infringido a sí mismo hasta destruir todo aquello que lo llevó a convertirse en caballero andante. Aún así, las palabras de Sancho sólo cobran su verdadero sentido a la luz de la respuesta que le da don Quijote y de la intervención del narrador:

-Déjate desas sandeces -dijo don Quijote-, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.


Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.

Don Quijote corta en seco las prédicas estoicas de su escudero, a las que tacha de «sandeces» y pone su punto de mira en el blanco de la vida pastoril. Frente a las retóricas y las lucubraciones filosóficas, se impone la fuerza de la vida. Hay un elemento más que incide en ese carácter cómico del episodio, donde ahora se contrastan la facundia de un Sancho contrapuesto al del apócrifo y la industria de un don Quijote como loco entreverado. Si el escudero había elevado su tono al subir «una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea», don Quijote le llama a capítulo con un «Déjate desas sandeces» y el narrador cambia entonces el paisaje narrativo: «Con esto, bajaron de la cuesta». Entre el narrador y el caballero vuelven a este escudero al territorio y a la retórica de lo llano. Unos cuantos capítulos antes era maese Pedro el que frenaba con argumentos similares las escaladas retóricas del muchacho narrador de su retablo: «Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala» (DQ II, 26).


 

[1] Este trabajo se publicó originalmente en la revista Philologia Hispalensis, 18.2 (2004 [2006]), pp. 197-209.

[2] Para una bibliografía más extensa sobre el capítulo LXXII de la segunda parte, pueden consultarse J. Fernández, Bibliografía del Quijote por unidades narrativas y materiales de la novela, Alcalá de Henares, Centro de Estudios Cervantinos, 1995, pp. 876-882 y Don Quijote de la Mancha. Volumen complementario, dir. Francisco Rico, Barcelona, Instituto Cervantes/Crítica, 1998, II, pp. 240-241 y 659. En cualquier caso, véanse los trabajos de T. Lathrop «Cervantes’ Treatment of the False Quijote», Kenlucky Romance Quarterly, 32 (1985) pp. 213-217; G. Calabrò, «Le occasioni di un apócrifo», Identità e metamorfosi del barroco ispano, Nápoles, Guida, 1987, pp. 11-42; N. Marín, «Reconocimiento y expiación: Don Juan, Don Jerónimo, Don Álvaro, Don Quijote», en Estudios literarios sobre el Siglo de Oro, Granada, Universidad de Granada, 1988, pp. 249-271; J. M. Paz Gago, «El mecanismo ficcional del Quijote: ficción realista y ficción maravillosa», Anales Cervantinos, 27 (1989), pp. 39-41; E. Wilhelmsen, «Don Álvaro Tarfe: ¿ente fantasmal o hecho ficticio?», Anales Cervantinos, XXVIII (1990), pp. 73-85; M. S. Carrasco Urgoiti, «Don Álvaro Tarfe: el personaje morisco de Avellaneda y su variante cervantina», Revista de Filología Española, LXXIII (1993), pp. 275-293; J. Maestro, «Cervantes y Avellaneda. Creación y transducción del sentido en la elaboración del Quijote», Cervantes: estudios en la víspera de su centenario, ed. K. Reichenberger, Kassel, Reichenberger, 1994, pp. 309-341; I. Castells, «Destinos de Álvaro Tarfe en la narrativa española reciente», Actas del II Congreso Internacional de la Asociación de Cervantistas, ed. G. Grilli, Nápoles, Societè Editrice Intercontinentale Gallo, 1995, pp. 797-807; M. C. Ruta, «Don Álvaro Tarfe entre Cervantes y Avellaneda», Teoría e interpretación del cuento, ed. P. Frölicher y G. Güntert, Berna, P. Lang, 1995, pp. 178-190; o, de la propia M. C. Ruta, «Capítulo LXXII: De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea», en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. cit., II, pp. 238-241. Los textos del Quijote siguen la edición Don Quijote de la Mancha, ed. cit., I. En adelante, DQ.

[3] Como mi sabio y latinista amigo Fernando Navarro me ha señalado, el episodio remite al recorrido que Eneas hace a través del templo dedicado a Juno, donde puede contemplar la guerra de Troya representada en pinturas (Aen I, 441-715). Por su parte, la sentencia de Sancho parece remedar las palabras del propio Eneas al contemplar las pinturas, en las que también alude a la fama que se le ha de seguir: «quis iam locus, inquit, Achate, / quae, regio in terris nostri non plena laboris? / en Priamus. sunt hic etiam sua praemia laudi, / sunt lacrimae rerum et mentem. mortalia tangunt. / solue metus; feret haec aliquam tibi fama salutem» (Aen I, 459-463).

[4] Sobre el pintor Orbaneja, véase J. Portús, «Un cuentecillo del Siglo de Oro sobre la mala pintura: Orbaneja», Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, (2ª época), 5 (junio, 1988), pp. 46-55.

[5] La relación entre este episodio y el capítulo LXII ha sido puesta de relieve por Monique Joly (Don Quijote de la Mancha. Volumen complementario, ed. cit., II, pág. 236). Edward Riley también llamó la atención sobre la «similitud irónica entre la manera en que don Quijote y Sancho tratan ahora a Avellaneda y la manera en que han tratado a Benengeli en el capítulo 3» (Teoría de la novela en Cervantes, Madrid, Taurus, 1989, p. 330).

[6] Viaje del Parnaso, ed. Florencio Sevilla y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza Editorial, 1997, p. 174.

[7] María Soledad Carrasco Urgoiti entiende que, por este detalle, «quizás podemos leer una alusión al gusto por las aventuras imaginarias» (Art. cit., pp. 292-293).

[8] Cfr. Á. Fernández Suárez, «Don Quijote, o el mito de inacabable historia», Los mitos del Quijote, Madrid, Aguilar, 1953, pp. 48-50; T. A. Lathrop, art. cit., pp. 213-217; y E. Wilhelmsen, art. cit., pp. 73-85.

[9] A. Fernández de Avellaneda, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, ed. Luis Gómez Canseco, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 218.

[10] Cfr. Manuel Muñoz Barberán, Sobre el autor del Quijote apócrifo, Murcia, Nogués, 1989, p. 23 y Mª Soledad Carrasco Urgoiti, art. cit., pp. 293 y 282.

[11] Tras la inocente pregunta y respuesta pudiera esconderse un ataque más a los descuidos de Avellaneda, que había devuelto a su personaje no a la Granada originaria, sino a Córdoba, ciudad de la que no se había hecho mención hasta ese momento: «Comunicaron esta determinación con don Álvaro, y pareciéndole bien su resolución, les dijo que él se encargaba, con industria del secretario de don Carlos, cuando dentro de ocho días, se volviese a Córdoba, donde ya sus compañeros estarían, por haberse ido allá por Valencia» (Fernández de Avellaneda, Op. cit., p. 682). Digamos que no tiene mucho sentido volver a Granada, desde Zaragoza, en un recorrido que pasa primero por Valencia y luego por Córdoba. Por su parte, Mª S. Carrasco Urgoiti subraya además la sencillez con que Cervantes presenta a don Álvaro frente al boato excesivo y casi ridículo del de Avellaneda (Art. cit., pp. 292-293).

[12] Cfr. los capítulos X, XVI, XXIX, XXXVIII, XLVI, LX y LXXII de la segunda parte del Quijote. Queda en la primera parte el famoso «Yo sé quien soy» del capítulo V.

[13] Recuérdese que don Antonio es el encargado de organizar en Barcelona unas justas similares a las de Zaragoza, que nunca llegan a tener lugar. Del mismo modo, introduce rasgos del Sancho avellanedesco, que el verdadero se encarga de desautorizar: «–Acá tenemos noticia, buen Sancho, que sois tan amigo de manjar blanco y de albondiguillas, que, si os sobran, las guardáis en el seno para el otro día. –No, señor, no es así –respondió Sancho–, porque tengo más de limpio que de goloso, y mi señor don Quijote, que está delante, sabe bien que con un puño de bellotas, o de nueces, nos solemos pasar entrambos ocho días». Cosa que garantiza don Quijote: «Por cierto –dijo don Quijote–, que la parsimonia y limpieza con que Sancho come se puede escribir y grabar en láminas de bronce, para que quede en memoria eterna de los siglos venideros» (DQ II, 62).

[14] Cervantes da aquí a Avellaneda por natural de Tordesillas, aunque el capítulo LIX había identificado el lenguaje del libro como aragonés. Sobre las indagaciones cervantinas en torno a la personalidad de Avellaneda, véase como resumen las páginas de la introducción al Quijote de Avellaneda, ed. cit., pp. 33-35.

[15] A este respecto, véase C. Romero Muñoz, «Dos libros en el libro: A propósito de un tardío hallazgo cervantino», Rassegna Iberistica, XLVI (1993), pp. 104-105 y N. Marín, art. cit., pp. 249-271.

[16] Teoría de la novela en Cervantes, ed. cit., p. 333.

[17] También el protagonista de la novelita La desdicha por la honra de Lope, recogida en las Novelas a Marcia Leonarda, es un noble morisco y su acción se sitúa en las fechas del decreto de expulsión de la minoría.

[18] Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ed. Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas, Madrid, Alianza, 1999, p. 20.

[19] En general, sobre las fuentes de este pasaje, véase Don Quijote de la Mancha. Volumen complementario, ed. cit., p. 241. Véase asimismo L. Morales Oliver, El vencimiento de don Quijote, Madrid, Cursos de Conferencias para Preuniversitarios, 1959-1960; C. Varo, Génesis y evolución del Quijote, Madrid, Ediciones Alcalá, 1968, pp. 522-526 y 534; F. Romo Feito, «Vencedor de sí mismo», Anales cervantinos, XXXII (1994), pp. 243-358; y M. C. Ruta, «Capítulo LXXII: De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea», en Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, ed. cit., pp. 238-241.

 
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Publicación en esta web, 10 de enero del 2014

 

 

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