Voces del pasado
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Eduardo de Huidobro, ¡Pobre lengua! Catálogo en que se apuntan y corrigen cerca de seiscientas voces y locuciones incorrectas hoy comunes en España, tercera edición (muy aumentada y mejorada), Santander, Imp. de "La Propaganda Católica", 1915. Rodolfo Ragucci, S.S., Palabras enfermas y bárbaras. Doscientos problemas idiomáticos con varios centenares de corolarios resueltos en forma sencilla para aficionados al bien decir, segunda edición corregida y notablemente ampliada, Sociedad Editora Internacional, Buenos Aires, 1946. Ricardo Monner Sans, Disparates usuales en la conversación diaria y barbaridades que se nos escapan al hablar, Editorial P.R.O.C.M.O., Buenos Aires, 1947. |
En temas de lengua, como en ciertas percepciones de la sociedad, hay una tendencia extendida a pensar que las cosas varían poco, que el cambio es malo (pero tal vez inevitable), y en consecuencia, que las cosas estaban mejor antes que ahora. Cunde también la impresión de que se puede "hacer algo" al respecto; por ejemplo, detener las modificaciones "excesivas", en la creencia de que hay un "justo término medio", etc. La existencia de diversos partidos u opciones en la vida pública dan al ciudadano la impresión de que hay, en efecto, formas distintas de juzgar el pasado e intervenir en la realidad. En lengua, por el contrario, parece que no hubiera sino una postura legítima, que es la que encarna la Real Academia de la Lengua. Al margen sólo tenemos la incultura, el barbarismo o (tiemblo al decirlo) la anarquía... El que firma estas líneas se confiesa escéptico respecto a la posibilidad de intervenir decisivamente en estas cuestiones espinosas (lo intentó una vez). Una mirada muy retrospectiva nos descubre a gramáticos latinos repudiando variantes fonéticas que estaban en la base, nada menos, que de las actuales lenguas romances. El latinoparlante inculto tenía en sí el germen de los cambios fonéticos que condujeron, por ejemplo al castellano, y nadie podría decir hoy que ésta ha sido una derivación bastarda... ¿Estarán nuestros puristas vedando la entrada a las prodigiosas lenguas del porvenir, cuando el continuo hispanohablante se fragmente? ¿Qué joyas de expresión nos darán el 'pañol (la lengua futura peninsular), o el espanglés, caribe y austral en que se dividirá de norte a sur el español americano? Pero dejemos de lado la lingüística-ficción, y pasemos a un debate de este siglo. Si volvemos la mirada sólo unas décadas atrás, podemos encontrarnos con los denodados esfuerzos de quienes pretendían atajar voces y modismos considerados ajenos al genio de nuestra lengua. Y la constatación de su fracaso puede hacernos reflexionar sobre las limitaciones de estas cruzadas. Las tres obras que nos acompañarán en nuestro recorrido resultan ilustrativas ya desde su mismo título. Los términos utilizados para referirse a la lengua que se considera incorrecta ilustran bien algunas de las formas de ver al idioma: ¡Pobre lengua!, reza la primera de ellas, y la imagen que se despierta en el lector es la de un organismo sensible, puesto que es digno de lástima. Palabras enfermas..., reza la segunda, y la idea del ente sintiente se refuerza, dado que puede sufrir de falta de salud (¿y habrá, además, "palabras sanas"?). Y, como colofón, bárbaras... El término nos evoca la etimología griega, y reconocemos la misma raíz del balbuceo, de la no-palabra: bárbaros son quienes no hablan, los que no hablan "en cristiano", aquellos a quienes no se entiende: los extranjeros. Disparates..., alerta la tercera obra, con lo que se asocia al hablante incorrecto nada menos que con un loco; y de nuevo barbaridades. Locos, enfermos, balbuceantes: esas son las etiquetas de quienes se desvían, innovan o importan. Aunque, ¿cuál es la alternativa? "Garage.-- Horrible neologismo francés, especialmente cuando se pronuncia a la española. ¿No suena muchísimo mejor cochera? ¿Quién se atreverá a dudarlo?" (Huidobro). Bien, henos ante el problema típico de la entrada de una palabra desde otra lengua, y el hecho de que ya exista otro término anterior, y que aparentemente dice "lo mismo". Pero cochera es hoy el sitio donde se guardan los coches de caballos, frente al garage de automóviles, y ¿quién dirá que esta especialización es un atraso? La nómina de palabras reprobables que podemos extraer de estos censores del pasado es inmensa, y en su mayor parte habremos de verlas hoy admitidas incluso por la Academia. Por ejemplo, y en una relación no exhaustiva: chófer, avión, colosal, cliché, clasificación, formato (Monner Sans); rumorear, libresco, lesionar, turista, ilusionar, amoral, prestigioso (Huidobro). Los sustitutos que se proponen suelen ser una mezcla de buenos deseos, exhumación de voces castizas, y desbarre generalizado, como las alternativas huidobrianas a prestigioso: "bienquisto, claro, esclarecido, insigne, perilustre, prestante o señalado..." Tampoco corren mejor suerte las propuestas de neologismos alternativos, como en esta diatriba de Monner Sans contra chófer: "Razonemos un poco. Si al que atiende el motor de un tranvía se le llama motorista, ¿por qué no llamar automotorista al que maneja el motor del auto? ¿Que la palabra es dura? Bueno, quedémonos con motorista, que se usa en Italia". Junto a la preexistencia de voces "semejantes", o las razones derivativas, tenemos en otros casos la pura subjetividad: "Pueblerino.-- No me gusta nada este adjetivo... Aldeano y lugareño suenan mil veces mejor" (Huidobro). Millares de palabras nuevas acechan a nuestra lengua, muchas de ellas importadas de contrabando en el vientre del caballo tecnológico. Y cuando pensamos en el dudoso destino de algunas (hardware, condenado a ser jáguar o tal vez quincallería), un escalofrío nos recorre la espina dorsal. ¿Qué pasará? |
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Publicado originalmente en Diario 16, el 5 de octubre de 1991 Última versión, diciembre de 1999 |
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