Presentación

Las flores del alma, de Juan Medina

Mercedes Molleda

 

acrílico sobre tela, 2x2 m

 

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Son unos cuadros grandes. Siempre que me enfrento a obras de gran tamaño me pregunto: son así por necesidad o para que el observador se queda con la boca abierta.

Frente a la pintura de Juan Medina no cabe duda: son así porque no podían ser de otra manera. El gesto necesita el espacio, el pigmento necesita el fundido, los efectos nacen en el propio grosor de la materia.

Si analizamos la obra en una cierta sucesión temporal observamos en la producción de este periodo, un camino que va desde unas primeras soluciones acuosas que nos podrían llevar a visiones submarinas, o a espacios cruzados por celajes a otras donde las ráfagas de materia y las superficies de color se ondulan con volúmenes soñados nacidos de su propia inmaterialidad. Lo extraño en estas primeras piezas es que una pintura tan parca en texturas no nos arrastre a los espacios abiertos del cosmos sino que más bien nos introduzca en el explosivo misterio del cáliz de una flor.

Luego, al gesto del artista se une el correr del agua. Los lavados de color se convierten en rieras desbocadas, o en relucientes charcos de barros que solo esperan unos rayos de sol para cuajarse. La materia duda entre convertirse en cascadas de color derramadas sobre la tela, o en explosiones que se rompen en lluvia de manchas y puntos de color. Las espumas son gotas terrestres, no vapor celeste.

Y no son sólo las imágenes, hay algo en la naturaleza de los colores que los encadena al suelo que pisamos más que al espacio en que vivimos.

Es una calidad variable de las gamas, un tornasol que engloba varios matices en uno, algo que nos hace pensar en los antiguos colores naturales de los viejos maestros molidos con esmero, pero en los que siempre, por necesidad, aparecían mezclados múltiples colores, según los elementos de los componentes de la piedra originaria. Estos se mantenían individualizados en los granos de polvo del pigmento, dando lugar a una profunda riqueza de matices, ausente en los actuales colores químicos.

Juan usa pigmentos naturales, pero no los disuelve por completo. Los mezcla, los aplasta y quedan apresados en el acrílico que los agrega pero no los unifica. Este juntos pero no revueltos se siente muy directo en los negros que son marrones, castaños, dorados que cambian sin que apreciemos en que lugar aparecen los márgenes del cambio.

Algo muy característico de esta etapa de su obra, además de los salpicados y los chorreados, son los craqueados. En unas telas más que en otras la importancia de este efecto, cuya aparición domina y dosifica con maestría, se convierte prácticamente en protagonista. La superficie del cuadro se convierte en una red de surcos como la piel de un enorme `paquidermo o el reluciente dorso de un silencioso cocodrilo. Y uno se pregunta ¿cómo unas telas que nos parecieron, al principio, explosiones volcánicas pueden ahora producirnos sensaciones tan biomórficas? Quizá porque en el fondo todo lo vivo es barro...

Hay en todas sus obras una voluntad de decir muy directa y profunda, casi podría decirse que cada una de ellas es como un autorretrato, una instantánea de un estado de ánimo, de una impresión, de una visión.

En el conjunto de esta obra se trasluce esfuerzo, trabajo, algo de dolor y frustración, y mucho amor y pasión, pero no vemos odio, terror o angustia. Este mundo, a pesar de todo, no deja de ser maravilloso y digno de investigarse.

 

 

Página creada el 7 de marzo del 2006
corrección: 23 de marzo del 2006
Mercedes Molleda: ACCA / AICA

 

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