Donde las dan las toman
o
El más famoso sintagma

José Antonio Millán

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Mi relación con el Quijote, lamento decirlo, ha estado siempre marcada por lo monstruoso, y eso desde mi más tierna infancia, a la que forzosamente me tengo que remontar.

Mi abuelo, Don Nicolás González Ruiz, traductor de Shakespeare y de Dante, continuador en el siglo presente de las "Vidas Paralelas" (recuerdo en especial su Eisenhower / Stalin), fue dramaturgo, autor de infinitos artículos y, entre otras cosas, editorialista del diario Ya. (Hago un inciso para rememorar algo que me contó: la tarea ya de por sí dura de escribir un editorial sobre, pongamos, el Plan de Desarrollo se veía complicada con frecuencia por apuestas como: "¿A que no mete usted en el editorial de mañana la palabra cachimba?" "¿Que no...?". Etcétera.)

Bien: mi abuelo fue además un notable extractador del Quijote, y la cosa fue así: por aquel entonces (hablo de los años cincuenta) este libro era de lectura obligatoria en España para toda la enseñanza, a todos los niveles, y aunque cada vez pienso más que eso estaba muy bien, y que si alguien salía de esa experiencia enemistado con las letras, allá él, pues hay que reconocer que el expediente podía ser difícil para algunos, alumnos y profesores...

Mi abuelo, entonces, concibió un plan maquiavélico: podar la obra de dificultades, pero dejando que siempre hablara Cervantes. Bajo su tijera (la usó, y física, en el curso de esta tarea, como llegué a escuchar de sus labios) cayeron capítulos enteros, escenas, párrafos y frases, hasta que quedó lo que él consideraba el núcleo accesible de la obra. Si en algún momento, violentada en exceso la trama o la sintaxis por las supresiones, se hacía necesaria una operacion de sutura, ahí aparecían las cursivas para dar fe de la intromisión. Todo, como se ve, bastante irreprochable.

 

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Y el resultado, permítaseme decirlo, fue respetuoso, nada censoril, y accesible. La editorial Escuela Española vendió decenas de miles de ejemplares, año tras año; pero mi abuelo, ¡ay! (en eso definitivamente igualado con Don Miguel), nunca cobró derechos de autor por el libro...

Este Quijote fue el primero que leí, claro, en el colegio y fuera de él, y la consecuencia fue que en cuanto pude pasé a leer "el otro", o sea, el "de verdad", en un vano intento de abandonar el "de niños", y por tanto dejar de serlo. Y aquí entra la segunda monstruosidad. Se trataba de la edición de Aguilar, en su colección Joya, en un delicioso y portátil papel biblia (años después me enteraría del dato, tal vez espurio, de que la carestía post-bélica había llevado a D. Manuel Aguilar a imprimir sobre papel de fumar). El libro contenía también una antología de ilustraciones, con lo que de paso daba una brillante lección de relativismo cultural (Don Alonso Quijano hecho samurai, en la versión nipona; o una Dulcinea holandesa...).

Pero donde la cosa se complicaba era en las notas al pie, que también constituían una amplia antología de comentaristas, desde Covarrubias (convertido en exégeta cervantino ex post facto) a Clemencín. Hasta un niño se daba cuenta de con qué frecuencia cosas muy raras quedaban sin anotar, o que cosas más extrañas aparecían precisamente a causa de la anotación. No diré que eso fuera necesariamente dañino, porque algunos de los problemas del texto de Cervantes, amplificados y, por así decirlo, coloreados por las notas, me habrían de acompañar toda mi vida, me empujarían en la elección de carrera, y al final guiarían mi actividad profesional. Puedo decirlo sin vergüenza: durante años he vivido de las notas a pie de página. Pero no adelantemos acontecimientos.

Otro salto de años, y heme en el proceso de ir desentrañando poco a poco qué quería decir Cervantes en realidad. Cuando estaba a punto de conseguirlo, dos adelantos científicos vinieron a desbaratar mi saber tan trabajosamente logrado: la gramática generativa y la crítica textual. En virtud de la primera adquirí el desconcertante hábito de leer en estructuras profundas ("L está en La Mancha, L tiene un nombre, PRON + [1ª persona] sabe nombre de L, NEG"). Por la segunda pasé a analizar actantes, funciones y secuencias.

En semejante trance, y engañado por los cantos de sirena de los grandes despiezatextos, fue como cayó en mis manos un libro notable: Luis Morales Olivier, Sinopsis del Quijote, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1977. Se trataba, ni más ni menos, que de la puesta en esquema de toda la novela. Por curiosidad (malsana) lo compré, y pude disfrutar de un nivel de acercamiento lejano a la obra bien diferente al que me había proporcionado mi abuelo (aunque emparentado con él): "I, 21, En el camino. I, A POCA DISTANCIA DE LOS BATANES. A) Los refranes y su valor. 1º Don Quijote los considera verdaderos. 2º Son sentencias sacadas de la experiencia. 3º El héroe echa mano de un refrán". Y así todo.

Bien, podría decir alguien a estas alturas, bien se merece Millán semejantes contratiempos , por no limitarse a leer la obra, si es que es eso lo que quería... ¡"Limitarme" a leer la obra!, Dios mío... ¡si no pretendía otra cosa!

Pasaron los años, y los espejismos de mi juventud se fueron apagando. Conservé el Quijote de Aguilar, porque su reducido tamaño y poco peso ¡el papel de fumar! lo convertían en un excelente compañero de viaje a países de infieles (por ejemplo, me ha acompañado once años seguidos a Frankfurt). Ahora ya no leía las notas; las ilustraciones de la edición estonia, o letona, no me merecían más que una leve ojeada, y los presuntos ecos de Pierres y la linda Magalona no me quitaban el sueño. ¿Será esto la madurez, me preguntaba?

Pero la monstruosidad acecha, ¡ay!, en cualquier esquina, y de malos hábitos vienen malas andanzas, y no mejora su suerte quien cambia solamente de lugar y no de vida y costumbres. Quiero decir que en este radiante mayo madrileño de 1991 he vuelto a ir por la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, y que he entrado a curiosear tras los mostradores, y en uno, como no podía menos de ocurrir, he descubierto un par de tomitos que he cogido con mano temblorosa.

Era, claro, el Romancero de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha sacado de la obra inmortal de Miguel de Cervantes Saavedra por su admirador entusiasta Maximino Carrillo de Albornoz, Madrid, José Góngora y Alvarez, 1890, 2 vols. Es decir: todo el Quijote puesto en versos octosílabos de rima asonante los pares, quedando sueltos los impares; o sea, y como se suele decir, ¡la Biblia en verso! Pero estaba destinado a ser lo que habría de salvarme...

Rodeado de personajes dudosos que escarbaban las estanterías más recónditas, de libreros ceñudos que añadían un cero a la derecha a los precios del año pasado, y de colegiales que preguntaban impertérritos "¿Tienen Historia de una escalera?", estuve una hora copiando algunas de las tiradas mas logradas, firmememente decidido a esto ya no comprarlo:

 

En un lugar de la Mancha
de cuyo nombre acordarse
no quiso, aunque bien pudiera,
el Gran Miguel de Cervantes
[...]

 

¿Y cuál es la moraleja, y por qué de ese modo me conmovió, casi hasta el punto de definitivamente curarme, este postrero hallazgo teratológico? Porque, recordemos, la frase inicial del Capítulo I, "En un lugar de la Mancha", no es sino un verso de un famoso romance de la época (como si hoy uno de nosotros abre una novela con "¡Ay que pesado!", verso de una canción de Mecano). Y el entusiasta Don Maximino, al versificar laboriosamente la obra del manco inmortal, no había hecho otra cosa que devolver a su medio natural el (quizá) sintagma más famoso de la historia de nuestras letras. Y esto me enseñó que Dios escribe derecho con renglones torcidos, y que hay que dejarse de cuentos y de buscarle las vueltas a las cosas. Por si acaso acabas en el punto de partida.

 

[Editado por primera vez en La Cervantiada, ed. de Julio Ortega, Madrid, Ediciones Libertarias, 1993]

 

 

Creación, 1995
Última revisión, 25 de febrero del 2005

 

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