La cuna del estruendo

Los libros sobre estaciones recuperan el encanto del tren

José Antonio Millán

La estación de França. Escenario monumental para el tren. Antonio Armesto, Carlos Martí, José Ramón Pastor. Fotografías de Xavier Catalán. Madrid. Lunwerg Editores. 1992 El mundo del ferrocarril tiene atractivo para el público, como demuestra una producción bibliográfica no muy abundante pero continua. Hace poco Lily Litvak rastreaba en El tiempo de los trenes (Ediciones Del Serbal) el eco literario del vapor, y ahora son dos bellos libros en Lunwerg. Naturalmente, es el tren del pasado el que se erige en protagonista de nuestra mirada: la constante destrucción de líneas férreas y la producción de alternativas suntuarias como el AVE hacen añorar unos ferrocarriles que ahora juzgamos hechos a la medida del hombre. Muchos vemos en la actual proliferación automovilística y el apoyo en infraestructuras por parte del Estado (a precio de oro: véanse nuestros impuestos y sus déficits) uno de los grandes fraudes contemporáneos. Resumo, parafraseando a García Calvo: el coche nos hace siervos, el tren, señores.

Y en la estación cristaliza, sin duda, toda una visión del mundo y del hombre. Por eso libros como La estación de Atocha, o La estación de França apelan de tantas formas al interés del lector. Visiones de futuro, compañías emprendedoras, tramas urbanas añosas que ven la llegada de la cuña de hierro, ínfulas arquitectónicas o alardes ingenieriles para cobijar andenes y viajeros, movimientos de masas o presencias del poder, necesidades de sustento o de evacuación, de administración y ocio, todo deja su huella en el recinto de llegada y partida de los grandes monstruos de hierro. De ahí la necesidad de un lenguaje literario y gráfico como el que despliegan las bellas ediciones de Lunwerg: planos de ciudades, fotografías de detalles arquitectónicos, diagramas de construcción, proyectos que no llegaron a ser, imágenes del pasado y del presente, junto a recuerdos y un claro hilo de descripción.

Todas estas características están presentes en las tres obras mencionadas, pero el caso de La estación de França de Barcelona —que es en el que nos centraremos— resulta especialmente atractivo. Si el libro debe remontarse a la Ciudadela que Felipe V impuso a la capital de la derrotada Cataluña es porque su demolición, en 1868, creó un espacio abierto y próximo al centro donde podía caber la idea de una estación. Como tentáculos de un organismo joven, las vías férreas de la naciente red catalana iban poniendo cerco a un núcleo urbano en expansión, y al final cuajó el proyecto del gran enlace internacional de Barcelona, próximo al puerto. Su forma definitiva, iniciada en los años 20, recibió el nombre de Término, que, como señala Màrius Carol en su presentación a la obra, no sólo quiere decir "final", sino también "palabra".

Y es una babel de lenguas y sonidos la que cobijó (y por fortuna sigue cobijando) el gran vestíbulo, el majestuoso espacio de los andenes. La concepción levemente sacra del recinto de las estaciones, su fuerza simbólica como punto de congregación, se refleja en los modelos arquitectónicos que han tenido con frecuencia: las termas de Caracalla están en la inspiración de la Pennylvania Station de Nueva York, y la planta de la de França se inspira en el Foro de los Severos de Leptis Magna (actual Libia). El joven madrileño Pedro Muguruza —que acabaría por hacer el proyecto del Valle de los Caídos— ganó el concurso del edificio en 1922, aunque su visión un tanto escurialense y despojada debió ser suplementada con detalles de lujo y refinamiento, más del agrado de la floreciente burguesía local.

Pero lo que sin duda es más característico de la gran estación barcelonesa es la doble cubierta de los andenes, recta primero y luego abierta en una elegante curva, en proyecto del ingeniero de la Maquinista Terrestre y Marítima, Andrés Montaner i Serra. ¡Qué mensaje más claro y directo!: el hierro, que se había hilado en caminos para transportar mercancías y progreso, era igualmente capaz de elevarse para acoger suavemente al viajero (o despedir al natural) en un amistoso abrazo metálico.

Sobre arqueología industrial

Arte y hierro

[Publicado en El País, el 11 de septiembre de 1993]

 

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