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Hamlet
en la holocubierta
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Barcelona, Paidós, 1999. Traducción de Susana Pajares Tosca. Véase su artículo Traducir Hamlet en la holocubierta Crítica de Darío Villanueva La página web sobre Hamlet on the Holodeck, con multitud de enlaces interesantes, está en: http://web.mit.edu/jhmurray/www/HOH.html
SUMARIO Introducción: PARTE I:
PARTE II:
PARTE III:
PARTE IV: Bibliografía Índice analítico y de nombres |
UNA AMANTE DE LOS LIBROS ANHELA EL CIBERTEATRO
Como extensiones de nosotros mismos, todos los medios proporcionan una nueva visión transformadora y una nueva conciencia. Marshall McLuhan Las mejoras no sólo determinan una disminución de la función mejorada... sino que también disuelven parte de la autoridad fundamental de lo humano en sí mismo. Estamos experimentando una erosión gradual pero continua... de la especie humana como tal. Sven Birkerts El nacimiento de un nuevo medio de comunicación es al mismo tiempo fuente de entusiasmo y temor. Cualquier tecnología industrial que extienda espectacularmente nuestras capacidades también nos pone nerviosos al cuestionar nuestro concepto de humanidad. (¿Es apropiado que atravesemos el océano como los peces? ¿Se deben transmitir las palabras de la gente usando papel inerte o fríos cables?) El barco, el coche y el avión parecen ser extensiones de nuestros brazos y piernas; el teléfono extiende nuestras voces; y el libro extiende nuestra memoria. El ordenador de los años noventa combina aspectos de todas estas tecnologías gracias a su capacidad de transportarnos a lugares virtuales, de ponernos en contacto con gente al otro lado del mundo y de obtener grandes cantidades de información. Y por si fuera poco también es capaz de pilotar nuestros aviones de guerra y de jugar al ajedrez como un maestro. No es pues sorprendente que la mitad de la gente considere al ordenador un genio omnipotente y juguetón, y la otra mitad lo considere el monstruo de Frankenstein. Para mí, que he sido profesora de humanidades durante los últimos veinticinco años en esa juguetería electrónica mundial que es el MIT, que estoy especializada en la época victoriana y soy además diseñadora de software, el ordenador se asemeja cada día más a las cámaras de cine de la última década del siglo pasado: es un invento revolucionario que la humanidad está a punto de empezar a usar como maravilloso instrumento para contar historias. Hasta cierto punto me sorprende estar en el lado optimista al hablar de esta nueva herramienta cultural ya tan extendida. Cuando comencé mi formación como programadora de sistemas empleada por IBM a finales de los sesenta, quería sólo hacer tiempo hasta que llegara una oportunidad mejor y ganar algún dinero para poder asistir a un programa de doctorado en literatura inglesa. Me gustó la lógica directa de la programación y disfruté descifrando los misteriosos ceros y unos de una «copia de sistema» para saber qué le ocurría a la máquina cuando un programa fallaba (lo cual sucedía a menudo). Sin embargo, no parecía que este trabajo fuera a significar mucho más para mí que los exámenes de geometría del instituto con los que tanto me había divertido pero que había olvidado rápidamente. A mis veinte años, la única actividad que consideraba digna del esfuerzo humano era leer novelas. En el tiempo que estuve en IBM, sólo una vez alcancé a ver un uso más inspirado del ordenador. Aunque no usábamos estos términos entonces, el mundo corporativo estaba claramente dividido en ejecutivos (suits) y hackers.* Los ejecutivos dirigían la compañía (mejor que años después, por cierto), y los hackers se ocupaban del campo de juegos oculto dentro de la compañía: el mundo de las máquinas. Los ordenadores de aquellos tiempos eran acumulaciones mastodónticas de aplicaciones incómodas que tenían que almacenarse aisladas a temperaturas muy bajas. Solamente las cintas (el equivalente de los modernos disquetes) eran tan grandes como neveras. El componente más ruidoso era el lector de tarjetas, que chirriaba y daba golpes como si fuera un vagón de metro lleno de bolas de hierro, mientras procesaba los montones de tarjetas perforadas, que eran la forma de comunicación entre humanos y ordenadores en aquellos tiempos. Usar esta máquina era una necesidad diaria bastante desagradable. Pero un día la helada y ruidosa habitación de lectura de tarjetas se convirtió en un cabaret juguetón: un joven y espabilado hacker había creado unas tarjetas perforadas de tal forma que funcionaban como un piano de manubrio, y hacían que el lector de tarjetas emitiera una versión reconocible del himno de los Marines: tan-tan-POM tan-POM tan-POM POM-POM. Los programadores se pasaron el día desatendiendo su trabajo y escuchando el horriblemente atronador pero al mismo tiempo fascinante concierto. Los datos procesados no tenían por supuesto ningún sentido, pero la canción era una obra de un virtuosismo innegable. Cuando programar era divertido se parecía mucho a aquel espectáculo. Crear un programa con un código mecánico eficiente me hacía sentir como si hubiera logrado comunicarme con una bestia estúpida y recalcitrante que vivía dentro del refrigerador, y le hubiera enseñado una nueva melodía. Pero mi verdadero trabajo me esperaba en otra parte, en forma de un lento y reflexivo paseo a lo largo de una interminable estantería de libros. Cuando me ofrecieron una beca para hacer el doctorado en Harvard no dudé ni un momento en aceptarla. Mi jefe en IBM quería que aquello fuese una ausencia temporal. Me dio un artículo sobre cómo se empezaban a usar los ordenadores para estudiar la literatura (alguien estaba convirtiendo Guerra y Paz, para mí la cumbre de la sabiduría humana, a formato electrónico para contar las palabras de las frases de Tolstoi). El artículo terminaba describiendo la literatura como «el mayor producto del hombre». Le dije a mi jefe que considerase mi renuncia como definitiva. Empecé a buscar mi camino por la interminable estantería de libros. Estaba de acuerdo con D.H. Lawrence en que la novela era «el deslumbrante libro de la vida», la medida de todas las cosas, aunque prefería las obras de Jane Austen y los victorianos. Mi crítico favorito era Northrop Frye, que combinaba detallados análisis de la estructura de las historias con una profunda apreciación de su poder mítico. Leyendo a Frye era posible creer que la belleza formal del arte literario es una expresión de su verdad más profunda. Pero cuanto más leía más claro veía que las historias no cuentan toda la verdad sobre el mundo. Cuando investigaba sobre la vida de las mujeres en la época victoriana, me sorprendió (como a otros de mi generación) el hecho de que gran parte de lo que yo estaba aprendiendo no aparecía en las grandes novelas de aquel tiempo. Aunque mi fe en el poder de la literatura no se tambaleó, aprendí del movimiento feminista que ciertas verdades acerca del mundo están fuera del alcance de una forma artística particular en un período concreto de la historia. Antes de que las novelas pudieran hablar de mujeres que no acabasen felizmente casadas o muertas, tendrían que cambiar de forma igual que de contenido. Busqué las historias que quería oír en otros formatos: en revistas feministas y en novelas independientes. Compilé una antología que documentaba las experiencias de mujeres victorianas que no habían encontrado su lugar en la ficción tradicional: prostitutas, estudiantes de medicina, círculos de amigas... Pero el formato de la antología era a su manera tan limitado como el del esquema del matrimonio. Frustrada por las limitaciones que supone hacer un solo libro con una sola estructura organizadora, llené mi colección de referencias cruzadas, animando al lector a saltar de un tema a otro. Simplemente quería que el lector entendiera el entusiasmo de Mary Taylor al abrir una mercería en Nueva Zelanda en el contexto de su amistad con Charlotte Brontë y de la opinión victoriana general acerca del trabajo de las mujeres. No pensé que estas referencias fueran un hipertexto porque no había oído la palabra todavía. Aunque había dado clases en el MIT desde 1971, no me acerqué a los ordenadores de nuevo hasta principios de los ochenta. Mientras yo había estado analizando la historia social y criando a mis dos hijos, la literatura y el propio feminismo académico habían caído en manos de los «ejecutivos». Estos nuevos teóricos ya no veían a la novela como «el deslumbrante libro de la vida», sino como una infinita regresión de palabras acerca de palabras acerca de palabras. Entrar en esta discusión suponía aprender un idioma tan hermético como el código de las máquinas, y todavía más lejos de la experiencia real. La verdad y la belleza no aparecían por ninguna parte. Pero al mismo tiempo que los teóricos de la literatura denunciaban que el significado podía deconstruirse hasta el absurdo, los teóricos del aprendizaje convertían al significado en la clave de una pedagogía eficaz. Ponencia tras ponencia se celebraba el hecho de que los estudiantes escribían mejor y aprendían idiomas extranjeros más fácilmente si de veras tenían algo que quisieran comunicar a los demás. Las nuevas investigaciones en teoría del conocimiento y en sociolingüística buscaban definir lo que suponían esos procesos de comunicación. Pensar acerca de la enseñanza era mucho más satisfactorio para mi serio temperamento victoriano que hacerlo acerca de la crítica literaria. Y cuanto más pensaba en ello más me preguntaba si estas metodologías prácticas orientadas hacia los procesos no podrían ser aplicadas al mundo de los ordenadores. En ese momento yo era miembro del profesorado del Experimental Study Group (ESG), en el que impartíamos cursos tradicionales de una forma personalizada. El EGS atrajo a algunos de los estudiantes más creativos e independientes del MIT, muchos de los cuales eran también hackers bastante ingeniosos. Escribían sus trabajos en línea, exploraban cavernas imaginarias llenas de troles, intercambiaban chistes con personajes informáticos imaginarios, y se enrolaban en una vuelta al mundo perpetua por telnet jugando a entrar en los ordenadores ajenos. Creían que el lenguaje de programación que estaban aprendiendo era a la vez el secreto del cerebro y un método mágico para crear cualquier cosa en este mundo a partir de palabras normales en inglés. Se consideraban a sí mismos magos y alquimistas, y al ordenador un lugar encantado. El MIT era el paraíso para estos hackers, que pasaban mucho tiempo navegando a través de un universo ficticio. Con estos estudiantes guiándome, me conecté a la red y renové mi amistad con el mundo digital. Había abandonado los ordenadores en la era de las tarjetas perforadas y ahora volvía a ellos en la era de las terminales de vídeo y los microprocesadores. Aún así, la informática educativa no había avanzado demasiado desde los días en que cuantificaban el «producto» de Tolstoi. Se pensaba en el ordenador como en un trabajador incansable no muy inteligente, un burro de carga para analizar la frecuencia de aparición de palabras o para hacer prácticas de enseñanza. Sin embargo, para mis estudiantes y mis colegas del MIT, el ordenador era mucho más listo. Seymour Papert había desarrollado el lenguaje de programación LOGO, que servía para que los niños aprendieran conceptos matemáticos controlando los movimientos de unas hadas mágicas que corrían por la pantalla. Como buen seguidor de Piaget, Papert pensaba que los ordenadores son instrumentos para pensar, y que deberíamos usarlos para crear «micromundos» donde los estudiantes curiosos pudieran aprender gracias a un proceso de exploración y descubrimiento. El grupo de Nicholas Negroponte había presentado unas cuantas demostraciones de proyectos (la semilla de lo que después sería el Media Lab) entre los que había un «mapa filmado» de Aspen, Colorado, y un «manual filmado» para reparar coches. La combinación de texto, vídeo y espacio navegable sugería que un micromundo informático no tenía porqué ser matemático, sino que se le podía dar la forma de un universo ficticio dinámico con personajes y eventos. Mi interés por los micromundos narrativos coincidió con el de los profesores de lenguas extranjeras por crear entornos de inmersión para el aprendizaje. Juntos diseñamos aplicaciones multimedia para aprender español y francés, que motivaban a los estudiantes dándoles un papel en una historia que se iba desarrollando, y permitiéndoles moverse a través de un escenario fotografiado de la realidad como si estuvieran de visita en Bogotá o París. Estos proyectos y otros en los que he trabajado en los últimos quince años, como un archivo de Shakespeare y un manual digital sobre el arte cinematográfico, además del ejemplo de los esfuerzos de otros, han confirmado mi idea de que el ordenador ofrece una emocionante extensión de las capacidades humanas. Digo esto a pesar de las a veces agonizantes incertidumbres del desarrollo de software y la frustración continua ante el abismo entre lo que los diseñadores quieren que el hardware y el software hagan y lo que pueden hacer de verdad. Porque mi experiencia en informática aplicada a las humanidades me ha convencido de que hay ciertas formas de conocimiento que se adaptan mejor a formatos digitales que al impreso. Un ejemplo: aprender un idioma extranjero es más fácil con muestras de diferentes hablantes en ambientes reales que con una lista de palabras en una página. La fuerza dramática de los soliloquios de Hamlet se ilustra mejor a través de ejemplos múltiples de diferentes interpretaciones yuxtapuestas al texto que exclusivamente con la versión impresa. Cualquier discusión sobre cine cobra sentido si se basa en extractos de escenas de las películas en cuestión. Los ordenadores pueden presentar el texto, imágenes y películas que las humanidades valoran tanto con una nueva precisión para las referencias. Nos pueden mostrar todas las formas diferentes de decir «hola» en francés a lo largo del día o los cortes que Zeffirelli decidió dejar fuera del montaje final de Romeo y Julieta. Al darnos un control mayor sobre los diferentes tipos de información, nos invitan a acometer tareas más complicadas y a hacer nuevas preguntas. Aunque se acusa a menudo al ordenador de fragmentar la información y abrumarnos, creo que esta opinión es consecuencia de su estado actual, aún por domesticar. Cuanto más lo cultivemos como herramienta para el análisis serio, más nos ofrecerá como medio a la vez analítico y sintético. Mis experiencias en informática educativa me han hecho comprobar también lo aterradoras que pueden ser las nuevas tecnologías. Hace unos años me invitaron a hablar con el comité que estaba supervisando la producción de un corpus sobre Shakespeare: ediciones de las obras con notas que cubriesen todas las variantes textuales conocidas y recogiesen los comentarios críticos más significativos. El formato de este tipo de corpus viene siendo el mismo desde el siglo XIX, y fue un hallazgo victoriano bastante inspirado. El ritmo de producción era lentísimo, la mayoría de los colaboradores reunía sus notas en paquetes de tarjetas que llenaban cientos de cajas de zapatos en un proceso de investigación que duraba veinte años antes de publicar nada. La noche antes de mi intervención, los dos miembros del comité que sentían más simpatía por los ordenadores me invitaron a tomar algo en la habitación de un buen hotel de Nueva York. Yo ya había recibido una nota furibunda de otro de los miembros del comité, y mis dos anfitriones, una inglesa y un americano del Sur, estaban preocupados por prepararme para la oposición que los demás demostrarían. Mis escrupulosamente educados colegas mostraron un amable interés por trasladar el corpus a la era digital evitando ofender a nadie. Con la inocencia de quien ha pasado gran parte de los últimos veinte años en compañía de ingenieros, les dije que mis observaciones se limitarían a los aspectos prácticos de su proyecto. Las páginas de un libro eran claramente inferiores para el tipo de trabajo que querían hacer. A menudo el texto de la obra ocupaba una sola línea en la parte superior de la página, mientras que el resto de la página estaba completamente cubierto con notas en distintas categorías de numeración, muchas de las cuales se reducían a abreviaturas crípticas que no contenían ninguna información para el profano. De esta manera, el comentario sobre una línea de texto podía aparecer doce páginas más adelante de la línea en cuestión. El esfuerzo de compilar esta edición era obviamente heroico, pero las limitaciones de la página impresa no le hacían ningún favor a la profundidad de la información y a la profesionalidad de los colaboradores. Al llegar a este punto de la conversación, mi encantadora anfitriona empezó a agitarse en la silla. «¡Adoro el libro!», exclamó. «Si vas a hablar en contra del libro mañana, te tiro por la ventana.» Y aunque era bastante más pequeña que yo, parecía dispuesta a hacerlo. ¿Por qué la perspectiva de un CD-ROM académico puede provocarle a una cortés experta en Shakespeare tal paroxismo de violencia? En mi opinión esto sucedió porque era incapaz de separar la actividad investigadora de la forma particular que había asumido históricamente. Su amor por los libros (que comparto) le impedía ver cuál era el auténtico objeto de admiración: la creación de una excelente obra de referencia. Su reacción era una señal de que las nuevas tecnologías extienden nuestras capacidades más rápido de lo que podemos asimilar. Incluso cuando trabajamos en actividades que piden a gritos la ayuda de un ordenador, muchos todavía vemos a la máquina como una amenaza más que como un aliado. Nos aferramos a los libros como si pensáramos que el pensamiento humano coherente sólo es posible en páginas numeradas y encuadernadas. No estoy entre los que aguardan ansiosamente la muerte del libro, como espero que esta obra demuestre. Tampoco temo que vaya a ser inminente. El ordenador no es el enemigo del libro. Es un vástago de la cultura impresa, el resultado de cinco siglos de investigación e invención organizada y colectiva que la imprenta hizo posible. Mi trabajo desarrollando software me ha hecho dolorosamente consciente de la naturaleza primitiva del actual medio digital y de la dificultad de predecir lo que va a poder hacer o no en un tiempo más o menos breve. De todas formas he de confesar que espero el surgimiento de una forma literaria basada en el ordenador aún con más afán del que he sentido por los entornos educativos informáticos, en parte porque mi corazón pertenece a los hackers. Me seduce la posibilidad de hacer que las estúpidas máquinas canten. He impartido un curso de escritura de ficción electrónica desde 1992. Mis estudiantes son de primer año de carrera, de los últimos años o incluso de doctorado del Media Lab. Algunos son programadores expertos. Otros no programan en absoluto. A todos les atrae el medio porque quieren contar historias que no pueden contarse de otra forma. Estas historias cubren todos los géneros y estilos, desde la narración oral a los relatos de aventuras, desde las hazañas de los héroes del cómic a los dramas familiares. La única constante del curso es que cada año los estudiantes escriben cosas más imaginativas que las del año anterior. Cada año que pasa recibo estudiantes más familiarizados con entornos electrónicos, preparados para obtener una voz humana que venga de los circuitos silenciosos de la máquina. Mientras observo cómo crece la habilidad de mis estudiantes, imagino un nuevo tipo de narrador, uno que es mitad hacker, mitad bardo. El espíritu del hacker es una de las fuentes de creatividad de nuestro tiempo, capaz de hacer cantar a los circuitos inanimados con voces cada vez más individuales y extrañas. El espíritu del bardo es irreemplazable para decirnos qué hacemos aquí y qué significamos los unos para los otros. Me atrae imaginar un ciberteatro del futuro igual que me fascina la novela victoriana. Veo indicios de un medio con gran capacidad de expresión, apto para capturar los mínimos movimientos de la conciencia humana individual y las corrientes inmensas que mueven a la sociedad mundial. El ordenador promete dar una forma nueva al conocimiento, a veces complementando y a veces sustituyendo el trabajo del libro y la clase, e igualmente promete modificar las posibilidades de la expresión narrativa, no reemplazando a las novelas o a las películas, sino continuando su trabajo de eterno bardo en otro contexto. Este libro intenta imaginar qué placeres nos traerá la ciberliteratura y qué clase de historias contará. Creo que estamos viviendo una transición histórica tan importante para la ciencia literaria como para la historia de las tecnologías de la información. Mi hijo de dieciséis años sin duda recordará el momento en que (¡por fin!) conectamos el ordenador de nuestra casa a la World Wide Web con el mismo cariño con el que mi padre recordaba las primeras voces que salieron de su radio hecha en casa. Mi abuela paterna, cuya vida comenzó en un shtetl ruso, saltó aterrorizada cuando oyó aquellas voces sin cuerpo, creyendo que sólo podía tratarse de un fantasma. Pero sólo unas décadas después, como mi madre me recuerda feliz, yo me sentaba en la cuna fascinada por la voz de Arthur Godfrey. Hoy, mi marido colecciona cintas de los programas del viejo Bob y Ray, que escuchamos en los viajes largos en coche para saborear la cercanía de lo que ahora parece un formato conmovedoramente desfasado. A los que hemos vivido toda la vida enamorados de los libros, el ordenador nos aterrorizará siempre igual que a mi abuela la radio, pero nuestros hijos han crecido con el joystick, el ratón y el teclado. Les parece normal que los medios digitales lo inunden todo con su poderosa presencia sensorial y participativa. Están impacientes por saber qué vendrá a continuación. Este libro intenta imaginar cómo será el futuro medio digital que nos traerán el espíritu hacker y el poder de la imaginación, digno del entusiasmo de nuestros hijos. |