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La gestión del entusiasmo
o
Autores, editores, agentes, lectores
y licencias CC

 

José Antonio Millán

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¿Dónde viven mis libros de relatos? ¿En las servilletas de los bares donde empiezo a escribirlos? ¿En el cuaderno de espiral en que hago los borradores? ¿En el archivo de procesador de textos donde los paso a limpio? ¿En las páginas web donde muchas veces los edito? ¿En los bellos libros que imprime mi editor de Sirmio (ahora El Acantilado)? ¿En las fotocopias que usan los alumnos de literatura española que los estudian?

Mi último libro, Nueve veranos, es una sucesión de 150.000 caracteres: si se ponen en fila, en un cuerpo de letra que facilite la lectura, eso supone una línea de un cuarto de kilómetro de longitud. Por manejabilidad, desde hace casi dos milenios estas cosas se difunden como páginas agrupadas en un lomo: pongamos, un centenar de páginas...

Pero lo importante, para mí, es que esos 250 metros de letras penetren en la mente de un lector, de cuantos más lectores sea posible. Porque para eso los he escrito. (¿Que por qué deseo penetrar en la mente de unos lectores? ¡Ah!: ése es un tema hondísimo, y me permitirán que de momento lo soslaye...). El caso es que quiero optimizar el contacto con esos lectores, en cantidad y en calidad. Y también quiero —¿por qué no?— ganar dinero con ese contacto: he trabajado mucho en ese libro, y el dinero es la forma estándar de reconocimiento, y en grandes cantidades me permitiría hacer más libros para entrar en la mente de más lectores, etc. También quiero que el editor gane dinero conmigo: los buenos editores me han ayudado a dar su forma final al libro, han hecho objetos materiales muy buenos, y tienen que pelearse con los distribuidores para que mis libros tengan sus tres semanas de exposición en las librerías... Merecen su parte. Quiero asimismo que mis agentes, que van a lejanas ferias del libro cargadas de pesadas maquetas y deben negociar en inglés con coreanos, obtengan algo a cambio.

¿Cómo puedo conseguir todo esto? Vayamos por partes. Primero: me gustaría que cualquier hispanoleyente del mundo tuviera oportunidad de asomarse a mis cuentos. Asomarse como primer paso para, si le gustan, sumergirse en su lectura, y de ese modo conseguir yo mis turbios fines. Para eso es estupendo el archivo electrónico: lo pueden descargar aquí y en Tegucigalpa, y se pueden poner manos a la obra... Ya he dicho que los libros no están mucho tiempo en las librerías, y exportarlos a América tiene algo de heroico, de modo que, francamente, si quiero que una parte interesante de los 350 millones de hispanoleyentes repartidos por los cinco continentes pueda probar qué he hecho, la difusión electrónica es una buena opción. Muy buena. La única.

Supongamos que un lector abre mi libro, picotea aquí y allá, y de golpe algo le hace clic dentro: quiere leerlo todo. Perfecto: ya voy consiguiendo mis objetivos... Pero aquí nos encontramos con una curiosa cuestión: para leer (no cabe ninguna duda) lo mejor es un libro, un buen libro impreso. Y lo más normal es que el lector electrónico, tras leer unas muestras, o quizás hacer una primera lectura íntegra en pantalla, o imprimirse unos folios, quiera (si realmente le ha gustado, si querría que lo leyeran sus amigos menos tecnológicos, o pasárselo en el futuro a sus hijos), tener un ejemplar impreso... Y yo, encantado de que el editor, venda un ejemplar. Y otro. Y otro. Y otro... Y gracias a Amazon o a la Casa del Libro, incluso pueden comprarlo desde Tegucigalpa.

Yo soy un autor minoritario, en la parte literaria de mi obra (por suerte, en otras no...). Esta obra no se va a vender como el Código DaVinci, pero tengo el placer de vender cientos de ejemplares de algunos de mis libros, año tras año. Mi difusión por archivos electrónicos sólo puede beneficiarme... Si a alguien le gustan sólo un par de cuentos, y no quiere la totalidad de la obra, enhorabuena: estoy contento. Si a alguien le gusta mi libro y no tiene dinero para comprárselo, por lo menos ha podido leerlo. Enhorabuena: estoy muy contento. Si a alguien le gusta mi libro, lo imprime y le pasa una copia a un amigo, enhorabuena: estoy doblemente contento. Si a alguien le gusta y se compra el libro, muchas enhorabuenas: va a disfrutar más aún. Como ven, es fácil contentarme, pero es cierto: todas estas opciones me satisfacen. Y algunas de ellas satisfacen también a mis editores (y por cierto a mis agentes). ¿Habrá alguien complacido por lo que ha leído, en pantalla o salido de su impresora, que pueda —por economía y geografía— comprar el libro, y que renuncie a hacerlo? Probablemente: su postura me choca, pero la respeto... Aunque déjenme que les diga una cosa: muchos más serán los lectores que compren el libro porque lo han leído en pantalla, o porque alguien que lo hizo se lo ha recomendado, o porque ha visto en su universidad una versión teatral...

Y aquí llego al meollo del acto que nos reúne: la licencia que he escogido para difundir Nueve veranos permitirá que lo lea, gratis, gente que no puede comprarlo. También que manden el archivo a los amigos, o que se lo impriman. Pero igualmente que un joven cineasta haga un corto sobre "El segundo verano", uno de los cuentos que contiene; o que un compositor convierta "El espía geográfico" en una ópera, o que una facultad alemana de traducción se proponga "Fresa rústica" como ejercicio... Y creo que una licencia que permite obras derivadas tienen un efecto multiplicador: hará que el compositor o el director de cine amateurs escoja una obra mía antes que otra para la que deberían pedir permisos. Y el requisito de que la nueva obra sólo pueda difundirse bajo las mismas condiciones facilitará que se haga la película de la ópera de un cuento, o el videojuego de la película de otro, y así sucesivamente.

Todo ello —en la licencia que he escogido—, siempre y cuando no se haga una explotacion comercial de la obra derivada: que el corto se pase, o que la ópera se estrene, en una sesión abierta, que el videojuego circule gratis por la red, y lo mismo la traducción. Y todas ellas, por cierto, serán nuevas acciones de promoción de mi obra, es decir, de mi libro. Pero si Philip Glass quiere hacer una ópera comercial basada en uno de estos cuentos, o Abenámar quiere hacer su adaptación cinematográfica, o Suhrkamp publicarlo en una antología, estaré encantado de negociar con ellos, a través de mi agente... Por cierto: Nueve veranos, el libro de relatos que presento hoy, y que desde hace unas horas está en la red, aún no ha sido publicado. Entre la gente que tenga noticia de él a través de su versión electrónica y de este acto habrá sin duda editores. Quiero que sepan que, gracias a una licencia de Creative Commons (y si mi obra llega a gustar a sus destinatarios), desde el día de hoy tienen a muchas personas trabajando gratis en la difusión de mi obra (es decir, en la promoción de mi libro)... Y trabajarán muy bien, porque no las alimentará otra cosa que el entusiasmo.

Hacer explícitas todas estas condiciones es lo que me gusta de las licencias de Creative Commons. Para esta recopilación de relatos he escogido esta fórmula concreta; para otros libros, o para mi obra artística, puedo escoger otra. Para alguien que, como yo, hace muchas cosas diferentes, es un placer contar con todo un menú de licencias que me permiten decir de forma clara e internacional qué es exactamente lo que quiero que ocurra con mi obra...

 

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Descarga del libro

 

 

Otro artículo mío sobre las licencias CC: La propiedad de la propiedad intelectual

Creación: 21 de enero del 2005
Última revisión, 23 de febrero del 2005

 

Este texto se divulgó en el acto de presentación de los 100 días de las licencias Creative Commons en España, 24 de enero del 2005.

Licencia de Creative Commons
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.

 

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