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La piedra filosofal

Las razones de Harry Potter

José Antonio Millán

 

Aparecido en el número 42-43, mayo del 2001, del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, dedicado monográficamente a la literatura infantil y juvenil y coordinado por Federico Romero. Índice

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No caeré en el extendido error de atacar a un libro sólo porque se venda mucho (bueno: al fin y al cabo sólo ochenta millones de ejemplares, por el momento); tampoco voy a defenderlo únicamente por la misma razón, pero me parecería raro que un número de una revista dedicado a literatura infantil y juvenil, urdido a principios del 2001, no hablara de Harry Potter, y por eso voy a hacerlo.

Bueno: no sólo por eso. Pero primero contaré las razones que no pesan en esta decisión. En los últimos años he escrito varios libros infantiles (cosa que, la verdad, jamás habría esperado hacer), pero esa circunstancia no me predispone hacia semejante género, ni me dota de alguna posición privilegiada para su examen. Los escribí por las ganas de probar un género asombrosamente abierto y libre, pero los autores no son necesariamente buenos críticos de cosas similares a las que escriben, de modo que soslayaré esa experiencia.

He leído también incontables libros infantiles pero ¿cómo decirlo? no los leía para mí, sino como una tarea más de mi oficio paralelo de padre, de modo que tampoco se puede decir que sea un degustador del género. En él actuaba más bien al modo de un medium: infinidad de autores, la mayoría difuntos supongo, dialogaban a través de mis labios con mis hijos... mientras que los ilustradores podían establecer contacto directamente con sus destinatarios: ventajas de la imagen sobre la letra... No: la lectura vicaria, como la que en la Antigüedad ejercían los esclavos cultos para sus amos iletrados, tampoco es garantía de especial gusto por los temas que recorre.

Pero en cuanto padre, y como tal responsable de la educación de mis hijos, tengo que decir que no podía dejar de lado a Harry Potter, porque trajo a mi casa algo muy importante: la lectura; o quizás la Lectura con L maýuscula, de Libros Gordos que es la lectura por antonomasia, siendo lo demás remedos, entremeses o sucedáneos...

Por eso lo que voy a hacer es meterme (en la medida que pueda) dentro de la mente del niño de siete años que era mi hijo cuando se asomó a Harry Potter, y reconstruir el proceso mediante el cual llegó primero a conocerlo y luego a amarlo. Y en este intento espero hablar de muchas otras cosas bonitas e importantes.

 

Sí: Bruno tenía siete años cuando cayó en sus manos el primer tomo de Harry Potter, regalado por no me acuerdo quién. Habíamos oído, o leído, o nos habían transmitido, que era un libro que enganchaba a los pequeños lectores, y en ese momento no queríamos otra cosa. Hacía ya tiempo que Bruno leía con soltura y en un par de lenguas: quiero decir, que sabía juntar las letras para conseguir palabras, y palabras para construir frases, y que era capaz de coger un tebeo, y partirse de risa, o un libro ilustrado y recorrerlo despacio, pero aún no le habíamos descubierto leyendo con linterna debajo de las mantas, y eso nos preocupaba... ¿Sería nuestro hijo, el hijo de un matrimonio libresco, un simple lector de tebeos?

Hago un alto para decir que no tengo nada contra los tebeos.. O sí: es muy posible que hayan servido y sirvan constantemente como portillo de entrada a la Ciudadela de la Lectura; pero, en su mayoría, son muy malos. Quiero decir: aquellos que mis hijos leían con más fruición, o sea: Mortadelo y Filemón. Cada vez que les veía seguir con regocijo las aventura del chino Ten-Go-Pis (protagonista de El premio No-Vel) me daba algo... Era como descubrir una maquinaria compleja (¡la mente de un niño!) y costosa (en siete años de crianza los padres han venido a invertir unos cuatro millones y medio de pesetas) dedicada a tareas menores, a tareas que cualquier artefacto mucho más barato habría podido cumplir...

Pues bien: repetidas ofertas de clásicos y no clásicos infantiles y no tan infantiles no habían conseguido prender a Bruno en la lectura. Este libro era "aburrido", aquel no le "gustaba", etcétera... Y entonces llegó Harry Potter. El día que lo cogió, con más curiosidad que avidez, y se situó frente a la primera página, no sabíamos qué iba a pasar. Pero pasó: horas más tarde seguía allí, enfrascado o engolfado en la lectura, mientras disminuía el bloque de páginas situado a la derecha y crecía poco a poco el de la izquierda. Bruno estaba leyendo.

Nos acercamos, despacio, y le hicimos una pregunta casual, del estilo de "¿Qué tal?". Y entonces levantó la cabeza y dijo, con la mirada aún vidriosa y soñadora:

Esto es como la tele.

 

¡Como la tele! Bruno había descubierto repentinamente que las letras convocaban personajes, sucesos, paisajes y climas, de forma tan rica y tan simple que uno podía, sencillamente, pararse a mirarles. Porque el esfuerzo y la mecánica de la lectura esa trabajosa combinatoria de signos para evocar fonemas que despertaran palabras, con sus cargas sintácticas y semánticas que apuntaban a hechos y seres que no eran necesariamente de este mundo había disminuido hasta tal punto (o quizás había adelgazado tanto, en comparación con la riqueza de los frutos obtenidos), que sencillamente, no importaba, y quedaba sólo la vivencia, ajena y vicaria, pero vivísima...

Por eso, de golpe, leer era como ver la tele.

 

El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban muy orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente.

Reconozcamos que entrar en una novela no es un acto sencillo. Las operaciones mentales que tiene que hacer el lector son complejísimas: la extracción de información inicial, el bosquejo de un panorama, las zonas que hay que dejar en suspenso, para rellenarlas apresuradamente apenas el autor suelta una pista complementaria; todo: época, lugar, personajes y sucesos, debe construirse apresuradamente y de forma provisional, tan solo para entender qué pasa. Y luego están las reglas que regirán el universo de ficción. Hasta no captar éstas, el lector no podrá prenderse del todo en la peripecia del protagonista o de los protagonistas. Es una tarea de elaboración de hipótesis, de puesta a prueba constante, y de falsación parcial o global, seguida de reelaboración del universo narrativo.

Los expertos hablan de suspensión de la incredulidad, y es cierto, pero ésta debe ser vista genéticamente: en la maduración de las facultades que la crean en la mente del lector; en su aplicación a cada obra concreta.

Los niños, incluso muchos de los niños actuales curtidos en televisiones, cines, gameboys y ordenadores, siguen forjándose en un caldo de cultivo básicamente oral de literaturas fantásticas. Cualquier padre sabe que hay una forma infalible de calmar y entretener a una criatura, desde muy pronto: desde los tres años o tal vez antes, y es abrir con frase mágica. "Érase una vez..." Esta entrada alerta ante la llegada a un universo donde muchas cosas increíbles seran posibles, donde las leyes de la causalidad, del espacio y del tiempo normales pueden encontrar excepciones, y las gentes vuelan, duermen cien años o se transforman en otras cosas. El universo introducido por esas tres palabras admitirá todas esas cosas, pero no contradicciones lógicas (que un personaje haga y al tiempo no haga cierta cosa), ni psicológicas (que un personaje altruista y bondadoso sea también sádico y criminal), salvo como sorpresa narrativa, que habrá de ser cuidadosamente explicada. Mientras las leyes naturales y físicas son cuidadosamente transgredidas, las lógicas y psicológicas deben mantener su puesto, pese a todo.

Estas son las reglas del juego, que los apresurados padres encerrados en un embotellamiento automovilístico de horas, en un coche con niños, y en la necesidad vital de ocupar el tiempo no saben, pero usan; o más bien deducen de los modelos aprendidos en su infancia, y recrean sobre la marcha, allá donde se agota el acervo de relatos retenidos desde treinta, cuarenta años atrás en la memoria... Y estas son las reglas que los niños aprecian, valoran y hacen suyas, hasta tal extremo que cualquier violación involuntaria, descuido o despiste del narrador es denunciado vivamente, hasta que se produce la esperada rectificación...

Son las reglas que los teóricos de la narración desmontaron y encontraron asombrosamente simples y constantes, repetidas en muchas culturas, encarnadas en arquetipos narrativos (del bien, del mal, del auxilio, de la trampa) que tienen una permanencia sorprendente. Y no es extraño, porque funcionan.

Y hay una última habilidad del lector que la exposición a literaturas tradicionales o recreadas va forjando, y que tiene un valor clave para la lectura futura: la identificación con el héroe o protagonista. El sufrimiento vicario, o el triunfo por delegación, es el elemento emocional el hilo de tensiones que engancha al pequeño oyente, le hace temblar de expectación o de deseo, le aterra o le exalta y es, en definitiva, la constante que le mantiene prendido de la historia. Por eso funcionan recursos como la suspensión de la narración en una escena difícil para el héroe (que conlleva entre los oyentes grandes protestas, y exige la promesa de reanudarla lo antes posible), o el cierre de un aventura dejando una puerta abierta para la continuación. Todos estos recursos de los cuentos clásicos, rehechos por la literatura popular de siglos pasados, y reactivados por obras como Harry Potter, todos son reinventados y puestos al día por los laboriosos padres que han logrado sortear brillantemente una hora de atasco, y ahora sólo quieren volver a casa.

Sí: como se ha señalado con frecuencia, los hijos te obligan en la práctica a rehacer no solo tu propia historia (ontogenia), sino una gran parte de la historia de la Humanidad (filogenia). Y cuando has acabado la revisión, te mueres...

 

Pues bien: este es el complejo cañamazo psicológico, emocional y literario (o, más bien, preliterario) del que Bruno, o cualquier niño de estos tiempos, dispone ya antes de comenzar su trabajo de lector autónomo. Sin él no se podría explicar la rápida asimilación de tramas, personajes y peripecias. Visto con los ojos de un niño habituado a cuentos, un Harry Potter sería puesto que en este terreno sólo puedo hacer hipótesis una especie de cuento (pues en la cubierta se ve un castillo, un niño que vuela en una escoba ¡y un unicornio!), pero un cuento esponjado, demorado y rico...

Ya que he hablado de la cubierta, me detendré un poco en la materialidad de la obra, un elemento más de los umbrales (que diría Genette) de lo literario. Ante los ojos de Bruno aparecía un libro que a primera vista parecería "de mayor", por el formato, por el tamaño, por la encuadernación... Sólo las imágenes de la cubierta anunciarían algo familiar. Cuando lo tuvo en sus manos, hizo el movimiento típico de cualquier chico de su edad ante semejante situación: abrirlo y pasar las páginas rápidamente... en busca de ilustraciones.

Porque la primera acción de un niño en tales circunstancias es ver si está ante un libro "de mayores" o "de niños", categorías que tienen perfiles clarísimos: los libros "de niños" están muy ilustrados, incluso son pura ilustración, o como mínimo tienen alguna ilustración. Los libros "de mayores" son puros bloques de texto... Los últimos años y tendencias editoriales han reforzado esta distinción, porque la ilustración en los libros destinados a niños y jóvenes ha aumentado hasta el extremo de constituirse en protagonista en muchas colecciones, de las que la más sintomática es Dorling Kindersley (comercializada, entre otros, bajo del nombre de Biblioteca Visual): un despliegue muy postmoderno de bellas imágenes con detalles más reales que la realidad de la antena de una mariposa a una pieza de la armadura, con textos explicatorios fragmentados y desjerarquizados...

Harry Potter no debió de ser visto, pues, del todo como un libro de niños, porque no tenía más ilustración que la cubierta; pero tampoco era plenamente un libro "de mayores": Bruno había visto muchos por la casa y, bueno, ninguno tenía castillos y unicornios... Pero lo que sí tenía este libro eran páginas y páginas en letra de un tamaño muy poco infantil y eso que la autora, J.K.Rowling, aún no había optado por el formato novela-río que se desmadraría ya definitivamente en la cuarta entrega.... Era, en resumen, algo muy extraño. Y para acabar de arreglar las cosas, ¡el niño montado en la escoba tenía gafas...!

La ilustración de cubierta de Dolores Avendano logra con precisión transmitir los dos mundos que se cruzan en Harry Potter, y que son la clave misma de su encanto: el universo lejano de los cuentos, y el mundo de la actualidad, encarnado en las zapatillas deportivas (dépor, en el argot, quizás ya histórico, de los niños) por cierto desatadas, y las gafas...

Las gafas, a propósito, son un elemento caracterizador del personaje, que aparece desde el mismo principio, en el capítulo 2 (el 1 es una introducción y no especialmente bien tramada de los hechos que constituyen el trasfondo de la historia):

[Harry] llevaba gafas redondas siempre pegadas con cinta adhesiva, consecuencia de todas las veces que Dudley le había pegado en la nariz.

 

A estas alturas, ya creo que nadie ignorará que Harry es un mago, hijo de magos, condenado a vivir en medio de una familia de muggles. Un muggle es... pero dejemos que el propio mentor de Harry se lo explique:

Un muggle [...]. es como llamamos a la gente "no-mágica" como ellos. Y tuviste la mala suerte de crecer en una familia de los más grandes muggles que haya visto.

A Harry que al fin y al cabo ha crecido en una familia normal le preocupa el tema:

¿Sois una familia de magos? [...]

Oh, sí, eso creo respondió Ron. Me parece que mamá tiene un primo segundo que es contable, pero nunca hablamos de él.

Dudley es el primo de Harry, muchacho cargante, infantil, obeso y violento, además de muggle. Dudley es, claramente malo:

El saco de boxeo favorito de Dudley era Harry.

Por supuesto, Harry está condenado a vivir bajo una alacena llena de arañas, a vestir con ropa de desecho y a comer lo que se deja su primo. Pertenece, por tanto a la larguísima estirpe (inaugurada quizás por la Cenicienta) de héroes sometidos a los malos tratos de las gentes que lo tienen a su cargo, que por cierto no son su familia, aunque lo sean: un héroe verdadero no tiene familia.

Este hecho es una de las constantes de los protagonistas de libros infantiles y juveniles, y en su evolución alimenta gran parte de la imagen del héroe solitario de las mitologías contemporáneas. Pero tiene además una clarísima función estructural, que es dejar libre al héroe para que acometa sus hazañas. Por poner dos polos muy lejanos: ni los sobrinos del Pato Donald tienen padres que les impidan viajar con él y el tío Gilito al Amazonas, ni la madre viuda del gran Meaulnes es un gran impedimento para que éste se lance a la búsqueda de su vida...

Pues bien; muy al comienzo del libro primero se revelará al héroe su auténtico origen, para que sea consciente de la Tarea que le espera: vencer al mal bajo la forma del asesino de sus padres, Voldemort. Para formarse, deberá acudir al colegio de Hogwarts, cuya convocatoria, en diluvio de cartas, es uno de los pasajes más divertidos y emocionantes del libro.

Estaban a punto de terminar cuando la dueña del hotel se acercó a la mesa.

Perdonen, ¿alguno de ustedes es el señor H. Potter? Tengo como cien de éstas en el mostrador de entrada.

Extendió una carta para que pudieran leer la dirección en tinta verde.

La preparación para acudir al colegio nos pone en contacto con otro tema clásico de la literatura fantástica: los universos paralelos: las calles y tiendas que están (y no están, al tiempo) en el Londres real

El ladrillo que había tocado se estremeció, se retorció y en el medio apareció un pequeño agujero, que se hizo cada vez más ancho. Un segundo más tarde estaban contemplando un pasaje abovedado lo bastante grande hasta para Hagrid, un paso que llevaba a una calle con adoquines, que serpenteaba hasta quedar fuera de la vista.

Por supuesto, los establecimientos que encuentran son un eco o una parodia de las tiendas reales:

Ollivander: fabricantes de excelentes varitas desde el 382 a.C.

Por último, para llegar a Hogwarts Harry Potter deberá coger un tren en la estación de King Cross, en un andén imposible...

¿Andén qué?

Nueve y tres cuartos.

No digas estupideces dijo tío Vernon. No hay ningún andén nueve y tres cuartos

Pero lo había, por supuesto que lo había... De hecho, acaban de inaugurar en la estación de King Cross una placa recordatoria, situada justo entre los andenes 9 y 10...

Y la llegada al colegio presagia ya el clima que envolverá el resto de la novela:

El sendero estrecho se abría súbitamente al borde de un gran lago negro. En la punta de una alta montaña, al otro lado, con sus ventanas brillando bajo el cielo estrellado, había un impresionante castillo, con torres y torrecillas.

¡No más de cuatro por bote! gritó Hagrid, señalando a una flota de botecitos alineados en el agua, al lado de la orilla.

La parte de la obra que transcurre en el colegio (todo el resto de la novela) nos mete de lleno en otro género: el de "internados". Por escoger de nuevo dos polos lejanos, los internados del Padre Francisco Finn o los de las blytonianas Torres de Malory son un universo donde cabe el compañerismo, la travesura, la intriga y la aventura, en un ambiente, otra vez, desligado del control familiar. Es sabido que el éxito del libro de Potter ha creado una demanda nueva y floreciente por los internados ingleses instituciones que llevaban últimamente una existencia mortecina, demostrando así que no sólo la vida moldea los libros, sino que los libros influyen sobre la vida...

Otra fuente clara de regocijo para el joven lector es la parodia de la institución escolar, género también de larga tradición (recordemos sólo las composiciones de Lewis Carroll, burlándose de las poesías "educativas" de su tiempo). La cosa empieza en la lista de objetos necesarios para el ingreso en el colegio:

1 varita
1 caldero (peltre, medida 2)
1 juego de redomas de vidrio o cristal
1 telescopio
1 balanza de latón

SE RECUERDA A LOS PADRES QUE A LOS DE PRIMER AÑO NO SE LES PERMITE TENER ESCOBAS PROPIAS

 

Y continúa con la misma forma de acceso a las salas:

Al final del pasillo colgaba el retrato de una mujer muy gorda, con un vestido de seda rosa.

¿Santo y seña? preguntó.

Caput draconis dijo Percy, y el retrato se balanceó hacia delante y dejó ver un agujero redondo en la pared.

El lector asiste a clase de encantamientos o de pociones, ve los esfuerzos de los alumnos por hacer las tareas, o los intentos infructuosos por conseguir que un objeto levite; y toda esta traslación del sistema escolar, profesores, asignaturas y controles crea un divertido efecto de alienidad.

¡Chico idiota! dijo Snape con enfado, haciendo desaparecer la poción con un movimiento de su varita--. Supongo que añadiste las púas de erizo antes de sacar el caldero del fuego, ¿no?

Todos los elementos cotidianos, y muy específicamente infantiles, están teñidos de extrañeza, incluso el juego de cromos. Los aprendices de mago no tienen cromos de futbolistas, sino de grandes figuras de la magia: Ramón Llull, el rey Salomón, Circe, Paracelso o Merlín. Pero además...

Harry dio la vuelta otra vez al cromo y vio, para su asombro, que el rostro de Dumbledore había desaparecido.

¡Ya no está!

Bueno, no iba a estar ahí todo el día dijo Ron [...]

Pero oye, en el mundo de los muggles la gente se queda en las fotos.

El mundo de Harry Potter hierve de espíritus, gnomos, fantasmas, brujas y magos, que se mezclan apaciblemente --o no tanto-- con los humanos:

Unos veinte fantasmas acababan de pasar a través de la pared de atrás. De un color blanco perla y ligeramente transparentes, se deslizaban por la habitación, hablando unos con otros, casi sin mirar a los de primer año.

A propósito: recuerdo haber leído que en algún lugar las autoridades eclesiásticas se habían alzado contra Harry Potter porque decían alentaba la creencia en los espíritus, dato que sólo me reforzó en el valor de este libro para la juventud, y la convicción de que en efecto hay espíritus malignos...

 

Y enfoquemos ahora la figura de héroe, al que hemos visto incomprendido y humillado, hasta el momento en que encuentra a "los suyos": los magos. Entre ellos no sólo logra una buena acogida, sino que descubre, asombrosamente, que le conocen:

Graciasdijo Harry, quitándose de los ojos el pelo húmedo.

¿Qué es esto? dijo de pronto uno de los gemelos, señalando la brillante cicatriz de Harry.

Vaya dijo el otro gemelo. ¿Eres tú?

Es él dijo el primero. Eres tú, ¿no? se dirigió a Harry.

¿Quién? preguntó Harry.

Harry Potter respondieron a coro.

Oh, él dijo Harry Quiero decir, sí, soy yo.

Creo que en el fondo de este esquema, bastante repetido en la literatura, anida una alegoría de la entrada en la vida adulta, y que como tal funciona a modo de una pequeña educación sentimental. No olvidemos la fortísima tendencia a identificarse con los protagonistas de libros, de películas, de videojuegos, que tienen los niños y los jóvenes. Y hete aquí cómo Harry Potter, en medio de una familia que no le comprende (¿y qué niño o adolescente no suscribiría esta descripción?), se separa de ella para encontrar a su gente, y descubre entre ellos que él es alguien, distinto y reconocido y apreciado por todos...

 

Por todas esta razones no es extraño que el universo de Harry Potter penetre con fuerza en lo cotidiano de sus lectores, y lo moldee, lo que siempre ha sido una respuesta a la lectura, como no podrá menos de recordar quien aún tenga algo del niño que fue.

Por supuesto, la mayoría de los amigos de mi hijo Bruno han leído los libros de Harry Potter, e incluso su hermano Lucas (menor que él) se ha lanzado a intentar desentrañarlos, aunque lo que prefiere es que se los leamos; pero, por supuesto, quiere conocerlos. Los dos juegan a Potter, dicen las palabras pseudolatinas que llenan los libros, y que se supone son nombres de encantamientos, y, en suma, Harry, sus profesores, pócimas y jerga ocupan un lugar claro en su mundo.

Cuando en una excursión con su colegio Bruno sufrió una caída y se dio un peligroso golpe al lado del ojo, un alivio considerable del trauma lo supuso el hecho de que le había quedado una cicatriz "como la de Harry Potter" (en realidad no lo era: la de Potter tiene forma de rayo, y está en el medio de la frente; la suya parecía una habichuela, y está cerca de la sien... pero da igual). Algún tiempo después, su hermano Lucas se hizo otra cicatriz en la misma zona que su hermano, y ambos se quedaron felices y contentos, como miembros de un club del que por supuesto nosotros, sus padres, no formamos parte... "¿Qué tal es eso de vivir entre muggles?", les preguntamos a veces. Y nos miran y se ríen, y no dicen nada; pero nos imaginamos lo que piensan...

 

Al igual que la piedra filosofal que da nombre a la primera entrega de la serie de Potter transmuta en oro metales más viles, la literatura (la literatura auténtica) tiene el poder de transmutar las personas y las vidas de sus lectores. La lectura tranquila de En busca del tiempo perdido a los cuarenta años es una experiencia de la que no se sale siendo el mismo... Pues bien: la lectura temprana de Harry Potter, por lo que veo a mi alrededor, tiene el poder de transmutar las vidas de sus jóvenes lectores, formándoles en el vértigo y en la lucha, y haciéndoles palpar la predestinación y la libertad. Muchos otros libros quizás mejores han logrado esto a lo largo de los siglos; por fortuna, muchos más libros van a seguirlo logrando: la asombrosa saga de Philip Pullman que se abre con Luces del norte debería ser el candidato a sucesor. Pero Harry Potter es el que tenemos aquí y ahora: podemos cogerlo o dejarlo.

 

Pero además Harry Potter ha ejercido un efecto saludable sobre sus lectores: ha creado adicción y deseos de más libros... Mi hijo Bruno, que sabe muy poco inglés, presenció en Canadá la llegada del tercer volumen a las librerías. Le pidió a su amigo Tim (que por supuesto ya lo había leído) que le dejara su ejemplar, y se puso a desentrañarlo pacientemente. Al cabo de un rato le preguntamos si había entendido algo:

Bueno, sí contestó: "Harry" y "Potter"...

¡A pesar de estar ante un texto opaco, la atracción de su lectura era tan fuerte que le hizo navegar durante horas en búsqueda de algo que sólo le podría dar, al cabo de un tiempo, la traducción...!

Ahora que ya se ha leído el tomo cuarto, y que la atareada autora estará largo tiempo preparando el siguiente, ha llegado el momento de darle otras cosas, que calmen su placer por la lectura, su gusto de saber nuevas cosas... No sabemos qué será, pero algo encontraremos algo encontrará que calme la sed de libros que Harry Potter le ha abierto. Y no me parece que sea una sed nociva...

 

Se comprenderá claramente, llegados a este punto, que no pienso entrar en valoraciones literarias de Harry Potter. Ignoro si plagia o no a otras obras, como se ha dicho: por supuesto todo lo que contienen sus libros me sonaba de una manera u otra, pero eso me ocurre con muchas otras cosas que leo, y a las que no acusan de nada. Probablemente podría haber estado mejor escrito, o desarrollar ciertas partes con más habilidad, pero tampoco me preocupa demasiado.

Creo que libros como éstos actúan en otro nivel, en uno que no vacilo en calificar de cuasi-oralidad, donde lo que se transmite es hasta cierto punto independiente de la forma: la obra podría haber tenido el mismo efecto presentada en un relato oral, o como una película (aunque veremos qué ha seleccionado de la obra la adaptación cinematográfica...). La definición de cuento como la de mito es "aquello que sobrevive a las traducciones, a las traslaciones", y Harry Potter en ese sentido no es más que un cuento gordo, muy gordo...

 

Hace pocos días mis hijos fueron al acto de presentación, en un hotel barcelonés, de la cuarta entrega de la saga de Potter. Llevaban mucho tiempo esperando ese momento, y estaban nerviosos y excitados.

Nada más llegar, les estamparon en la frente, con un tampón, la cicatriz en forma de rayo.

Entraron en el recinto, y ahí había un cuadro, con una señora gorda con un vestido rosa.

¿Contraseña? preguntó.

Y los dos contestaron a coro:

¡Caput draconis!

Y pasaron.

Creo que aún siguen allí...

La fotografía no es de mi hijo Bruno, el protagonista de esta historia, sino de Lucas, su hermano, que también cayó en seguida

Última versión, 11 de junio del 2002

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