Terrorismo y terror

Bengt Oldenburg

 

En agosto del 2006, y ante una amenaza terrorista en Inglaterra, se establece que los pasajeros viajarán sin equipaje de mano.

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Formamos una larga fila de pasajeros, listos para embarcar. Cada uno lleva, en una bolsa de plástico transparente, las pertenencias que tiene derecho a introducir en el avión. Pasaporte, gafas sin estuche, un Tampax: se olvidaron de los dientes postizos, aunque si prohibieron el líquido para las lentes de contacto. Llama la atención que se impida la posesión de libros, periódicos o revistas. Quiere decir que alguna autoridad nos priva de nuestros mundos paralelos, que escapan de su control. La desolación aumenta al ver que alguna compañía deja pasar a sus clientes con bolsos de mano sin revisar. La paradoja de una situación arbitraria fomenta el pánico. Conclusión: es notable que la construcción de la escenografía social últimamente se basa en el sentimiento de la inseguridad, y toma la forma de representaciones del miedo.

   Estas nuevas restricciones que pesan, por ahora, sobre los pasajeros de vuelos comerciales, sean cuales fueran las razones, son factibles de analizar. Puesto que ninguno de los pasajeros es, realmente, responsable del 11 S y de sus posteriores consecuencias, todo debe desesperadamente ser imputado a alguien o a algo. Todo el mundo es responsable, a priori; una responsabilidad máxima flotante está presente, lista para invertirse en cualquier incidente, en cualquier momento.

   Desde esta responsabilidad generalizada al chantaje solo hay un paso, chantaje más nocivo que la prohibición. Ya no se dice “no harás...” si no “si lo hicieras...”. Todo el arte de la manipulación consiste en ese suspenso sin imperativos. La trasgresión deviene imposible, puesto que reina un modo disuasivo apoyado en la no enunciación de la ley: la forma enigmática del terror. Compite, y ¡con qué eficacia! con el terrorismo.

   Este terror es obsceno porque pone fin a la escena de lo prohibido, el chantaje lo es, porque pone fin a la escena del intercambio, y nosotros, los rehenes del terror, cada vez más numerosos, lo somos,  puesto que no representamos nada más (la definición de la obscenidad): nos encontramos en estado de exhibición puro y simple, con o sin bolsitas de plástico transparente, somos meros objetos, congelados, ausentes.

   Además, como deberían saber tanto los dirigentes occidentales como sus adversarios, la eficacia del terror es falaz. Los atentados, la tortura, las desapariciones y las muertes son inconvertibles en beneficios políticos reales. Rehenizar a una sociedad, o intentarlo a una escala global, es una tentativa desesperada. Radicalizar la relación de fuerzas, otorgar a un objeto, a un individuo o a un bien social un valor inestimable mediante su rapto o su desaparición, implica un fracaso paradojal, ya que esas medidas equivalen a una anulación del sujeto, a un colapso del valor de intercambio.

   Se sale del circuito de la negociación: lo que escapa al intercambio, como objeto, no es negociable; como el cadáver o el fetiche, no tiene valor ni precio. No vuelven al mundo ordinario, que excluye la omnipotencia del pensamiento: esa es la ley secreta del otro circuito. Sólo aquellos que se creen fuera de toda ley, o la hayan reemplazado por un dogma fanático, pueden seguir por un camino que lleva a la clausura total de una posible supervivencia, en los términos aceptados hasta ahora. En el Occidente, esta amenaza se instaló desde la década de los ’30 del siglo pasado y luego, en demasiados países del mundo, cuando un gobierno totalitario tomaba el poder. 

   La manipulación nunca puede ser –ni reemplazar- a la estrategia. Las víctimas del Nuevo Orden nos encontramos en una sociedad de irresponsabilidad ilimitada ( la sociedad tradicional es de R.L., por eso ha podido funcionar); o sea, donde los términos de intercambio ya no cambian nada. Cada vez que se rompe una “burbuja” especulativa que involucra alguna gran empresa lo podemos comprobar. Funcionan en una sociedad que solo gira sobre sí misma, generando vértigo y asco. Hacer circular la responsabilidad maximal en rueda libre equivale a hacer saltar la irresponsabilidad general y, por ende, el contrato social; las reglas de juego políticas son abolidas no solo por el ejercicio de la violencia, sino por la circulación alocada de actos de imputación, efectos y causas, por la circulación forzada de edictos del Estado tutor (normas, nuevas responsabilidades, beneficios comerciales, Justicia, etc.). El cáncer también prolifera debilitando y consume por extensión.

   Esta presión es fatal para la escena política. Conduce al ultimátum implícito; un nuevo contrato social, un nuevo orden, forzosamente perverso: un Estado policial y vengativo. Cuando las cosas pierden su determinación crítica y dialéctica, solo pueden reproducirse en su forma exacerbada y transparente, una puesta-en-abismo que lleva a un último éxtasis: el de la indiferencia. La guerra no como epopeya o sacrificio, sino como especulación o exterminación. Actualmente, sobran ejemplos.

   El intercambio fue nuestra ley, y tuvo sus reglas. Pero es previsible que nosotros, afectados por el Nuevo Orden viviremos –o ya vivimos- en una sociedad donde el intercambio llegará a ser cada vez más improbable, donde cada vez menos cosas podrán ser realmente negociadas, porque se habrán perdido las reglas de juego. Sufriremos –y sufrimos- el fin del intercambio que, solo, protege del destino, de la fatalidad. Desaparecerá para nosotros esa buena vieja alteridad de la relación, el sujeto involucrado en el contrato y en el intercambio racional, lugar de rentabilidad y de esperanza. Esta situación, para nosotros como víctimas, se trueca en un estado de excepción perenne (y no sólo en los aeropuertos, los bancos o los hospitales), en una especulación insensata, efímera, estéril, provocadora. No posee sentido político, si no es la pesadilla de  una transacción fantástica, demente, irreparable. Si la autodestrucción tiene su economía propia, la desposesión necesitará de un aprendizaje. Habrá que desarrollar una teología del Estado de coma; llegará a punto.

 

 

 

Creado, 15 de agosto del 2006
Última modificación, 15 de septiembre del 2006

Bengt Oldenburg (1927) nació en Helsinki e hizo sus estudios universitarios en Sociología e Historia del Arte en la École Pratique d'Hautes Études, sección V de la Sorbona. Ejerció el periodismo cultural y la crítica de arte durante veinte años en Buenos Aires, Argentina. Fue catedrático de Historia del Diseño en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Desde su llegada a España colaboró en revistas de arte como Lápiz, en el suplemento "Culturas" del extinguido Diario 16, para luego dedicarse de lleno al mundo editorial.

También de Bengt Oldenburg en este sitio: El imperio del doctor Moreau, Bin Man Chú, Fu Laden, Antecedentes para un futuro inmediato y El libro de Salomón

 

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