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Cuestion de comillas

El plagio, o las numerosas maneras de no ser original
 

José Antonio Millán

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Este artículo es la versión corregida, ampliada,
enriquecida con hiperenlaces e ilustrada del publicado
originalmente en El País,
el 21 de septiembre del 2013


Esta es una aportación al año Avellaneda...

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No pasan dos meses sin que aparezca en la prensa una noticia de plagio. Por lo general, un novelista pone el grito en el cielo señalando que otro más famoso le ha robado una trama, personajes o párrafos enteros. O se acusa a un personaje público de haber bebido para su tesis de fuentes no declaradas. El acusado protesta de su inocencia, y no es raro que la cuestión acabe llegando a los tribunales. Allí, muchas veces se comprueba lo difícil que es decidir si realmente ha habido robo o no.

Fig. 1. "Plagiar" en el Diccionario de Terreros (1788).

Porque de eso se trata. En la primera aparicion de plagiar en un diccionario español (1788: Esteban de Terreros, Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes, fig. 1), se define precisamente así: “Hurtar los pensamientos ajenos para publicarlos por propios, usar de las obras de otro acomodándoselas a sí mismo”. Con esta bonita apostilla: “Aunque no hay modo alguno noble de hurtar, el plagiar es muy villano”.

Pero en una obra prácticamente coetánea, Leandro Fernández de Moratín mantiene la opinión contraria: “Lo que se llama inventar en las artes no es otra cosa que imitar lo que existe en la naturaleza, o en las producciones de los hombres, que la imitaron ya”. Veamos la cita in extenso:

Lo que se llama inventar en las artes no es otra cosa que imitar lo que existe en la naturaleza, ó en las producciones de los hombres, que la imitaron ya. El que se proponga no coincidir nunca en lo mismo que otros hicieron, se propone un método equivocado y absurdo, y el que huya de acomodar en sus obras las perfecciones de otro artífice, pudiendo hacerlo con oportunidad, voluntariamente yerra. [...]

El que no estudia por buenos principios la razon de las artes, nada de esto entiende; y luégo que halla en cualquiera obra algún pasaje que tenga semejanza con otro, eso le basta para llamar plagio, copia, robo execrable, lo que es tal vez una prueba de talento, de profunda meditacion. (Leandro Fernández de Moratín, "Advertencia y notas a El viejo y la niña", 1825).

Entre estos dos polos se mueve toda la discusión actual sobre la apropiación de obras ajenas: en un extremo estaría una concepción estricta, refrendada por el Código Penal (artículo 270), en contra de reutilizar el trabajo de otro sin citarlo, y en el otro una postura más relajada, que opina que la cultura es un patrimonio común, que se va construyendo acumulativamente, ya que, como pensaba Moratín, nadie inventa nada. Y en la actualidad se ha vuelto en cierta manera a esa postura, bajo la cultura del remix y de la ficción escrita por fans. Por supuesto, en épocas pasadas los autores veían perfectamente posible robar personajes, hacer segundas partes de obras de éxito (aunque conviene recordar las quejas de Cervantes contra Avellaneda, fig. 2).

Fig. 2. "Prólogo" de la Segunda Parte del Quijote (1615).

 

También es justo recordar que se solía distinguir entre el robo parcial y el total: esto es lo que señalaba Cervantes en los "Privilegios, ordenanzas y advertencias que Apolo envía a los poetas españoles", recogidos en la Adjunta al Parnaso (la cita es según Luis Gómez Canseco en su artículo "Don Quijote II, 72: ficciones, inverosimilitudes y moralidades", de próxima aparición en esta web):

Ítem, se advierte que no ha de ser tenido por ladrón el poeta que hurtare algún verso ajeno y le encajare entre los suyos, como no sea todo el concepto y toda la copla entera, que en tal caso tan ladrón es como Caco.

La Adjunta al Parnaso menciona tanto el "concepto" como las palabras exactas ("toda la copla entera"), pero hay que reconocer que lo que es más llamativo es reproducir textualmente una obra ajena. Esto podía ser un problema en una época en la que el uso de las comillas (y otros medios de indicar una cita textual) no estaba estandarizado, proceso que comenzó lentamente en el siglo XVI. (Hay una introducción a la historia de las comillas en el libro de Ruth Finnegan, accesible en línea, How Do We Quote. The Culture and History of the Quotation, apartado 4.2).

* * *

El plagio puede ser un tema realmente espinoso, como demuestra el juez americano Richard Posner en El pequeño libro del plagio. De entrada, sólo existiría en áreas donde se supone originalidad. En las que no es así, los autores no suelen aclarar sus fuentes: Posner recuerda sentencias de jueces que en realidad son un corta-y-pega de textos de los abogados. Tradicionalmente los libros de texto no citan fuentes, porque es evidente que el autor no ha descubierto personalmente todo lo que cuenta. Los diccionarios también han copiado una barbaridad unos de otros.

Pero cuando llegamos al terreno de los egos, la cosa se complica, y más si encima hay dinero en juego. El problema se plantea fácilmente: ¿usó el novelista Zutano la obra de Mengano sin decirlo?; pero la solución suele ser ardua. Si un autor reproduce al pie de la letra frases enteras de otro, sin entrecomillar ni indicar la fuente, parece claro que hay mala intención. Pero, ¿y si la coincidencia es sólo parcial?, ¿y si además es leve? Ya Moratín advirtió contra aquel que, cuando “halla en cualquiera obra algún pasaje que tenga semejanza con otro, eso le basta para llamar plagio, copia, robo execrable, lo que es tal vez una prueba de talento, de profunda meditacion”.

Hoy en día es muy fácil, con los textos digitales, averiguar si hay coincidencia literal, como sabe cualquier profesor que demuestra inmediatamente que su alumno ha copiado un trabajo de El rincón del vago. Hay incluso servicios web gratuitos para hacer esas comprobaciones. En el mundo A.D. (antes de la digitalización) el proceso de descubrir si una frase era en realidad una cita de otro o no exigía una técnica depurada, que expuso A.W.Shipps en su libro The Quote Sleuth. A Manual for the Tracer of Lost Quotations (véase aquí mismo una reseña).

Pero muchas veces el plagiario, temeroso de que se descubra que ha usado fuentes ocultas, “suele obrar acomodándoselas a sí mismo”, como decía la definición de Terreros, es decir: las disfraza de su propia obra. Esto lo saben bien los más hábiles de los estudiantes que copian de la Wikipedia, que cambian palabras aquí y allá, enlazan partes propias y ajenas y en general se esfuerzan por crear la impresión de un trabajo original. En los casos en que no hay coincidencia plena con una fuente, el factor cuantitativo puede tener un peso importante: cuando se acusó a Camilo José Cela de haber plagiado su novela La cruz de San Andrés, la juez señaló que el delito era verosímil por “tantas coincidencias y similitudes" con la obra de la demandante.

Ya existen técnicas específicas, como la estilometría, para calibrar la originalidad de una obra. Y, al igual que ocurre en otras áreas del saber, para calcularla también se puede utilizar el crowdsourcing, o esfuerzo colectivo. Esta es precisamente la forma que usa la web-wiki alemana GuttenPlag para desenmascarar el plagio en tesis doctorales. Sus esfuerzos condujeron a la dimisión de dos ministros alemanes. Por cierto: fuera de España es normal que los políticos pillados en mentira dimitan.

Si alguien es sorprendido con pruebas irrefutables, es muy frecuente que atribuya el desaguisado a “errores informáticos”, como si los archivos del ordenador pudieran corromperse perdiendo comillas, o mezclarse inadvertidamente. También es socorrido apelar a la mala fe de un colaborador (como pasó en este plagio de un dibujo en la revista Caretas). La popular presentadora televisiva Ana Rosa Quintana utilizó ambas excusas  cuando se descubrieron párrafos enteros de las obras de otras dos conocidas escritoras en su novela Sabor a hiel.

Fig. 3. AR con el cuerpo del delito (fuente).

Prácticamente no hay obra de fama que no haya sido objeto de acusaciones de plagio. Dan Brown fue acusado de copiar un libro anterior en El código Da Vinci. Los autores de la obra presuntamente copiada entablaron un proceso que al final perdieron, pero que les costó una fortuna y a uno de ellos la vida.

Si del ámbito de las palabras pasamos a los parecidos en el argumento o en los personajes de una obra de ficción, la cuestión es aún más resbaladiza. Por empezar por el principio, las tramas posibles no son muchas. Carlo Gozzi señaló en el siglo XVIII, y Georges Polti demostró en el XIX, que de hecho sólo hay treinta y seis situaciones dramáticas posibles. Veamos por ejemplo la quinta situación (Persecución), variante A (Fugitivos de la Justicia perseguidos por bandolerismo o motivos políticos): a ella pertenecen desde La devoción de la Cruz de Calderón hasta el Arsenio Lupin de Leblanc. (Las 36 situaciones dramáticas de Polti está traducido en La Avispa, 2000).

Y si a la trama añadimos las convenciones del género, los parecidos pueden extenderse: una película del Oeste contará necesariamente con sheriff, chicas de saloon, indios, etc. Esta fue precisamente la defensa del conocido escritor Arturo Pérez Reverte cuando se le acusó de plagiar un guión cinematográfico, por presentar los mismos elementos que otro sobre la misma temática (gitanos, delincuentes, cocaína…). En esos casos, el planteamiento puede ser probabilístico: ¿cuánto pueden coincidir por azar dos obras creadas independientemente? En el caso de Pérez Reverte, la acusación aportó como prueba de plagio el peritaje de un jugador profesional de ruleta (¡!).

Y si creíamos que con estas precisiones se agotaba el tema, he aquí dos excelentes posibilidades más. Una es el autoplagio, que es lo que ocurre cuando una persona copia a sabiendas algo que ha escrito antes (y sería delictivo si uno ya ha cedido los derechos de la primera versión). Y el otro es el plagio inadvertido; el ejemplo más famoso es el de Hellen Keller, quien como es sabido se sobrepuso al estado de sordo-ceguera y llevó una vida de escritora y activista: uno de los cuentos que escribió recordaba mucho al de una famosa autora. Al parecer, padecía criptomnesia, fenómeno por el que el sujeto olvida algo que sin embargo aún está activo en su memoria: Keller habría oído –y olvidado– el cuento años atrás. El neurólogo y excelente divulgador de los recovecos de nuestra mente Oliver Sacks confesó tener esta afección, lo que le llevaba a veces al autoplagio, porque reproducía involuntariamente cosas que había escrito antes…

Fig. 4. Historieta islandesa de 1949, presunta fuente de Homer Simpson (fuente).

Aunque el plagio por antonomasia es el literario (como definía Terreros: “hurto en materia de literatura”), muchas otras cosas pueden plagiarse: comics (se ha debatido si Matt Groening creó a Homer Simpson copiando un personaje de una revista islandesa de 1949; fig. 4), imágenes, diseños industriales, tesis … y hasta marcas comerciales (el vermut Maritrini, fig. 5, o las zapatillas Adibas). Lo que caracteriza al plagio, según Posner, es que aprovecha la obra de otro para obtener algún beneficio, ya sean las ventas de un libro o el acceso al título de doctor. Y siempre es en detrimento de alguien: si una obra de divulgación está basada en otra y no lo dice, está quitando ventas a la original; o si un alumno copia para hacer un trabajo está perjudicando a quienes lo han escrito por su propio esfuerzo.

¿Cuál sería el caso más extremo, el más descarado de plagio? Uno que ha florecido extraordinariamente entre nosotros: los informes creados para justificar pagos por parte de instituciones, que contienen materiales acarreados directamente desde Internet sin tratar de disimular su origen ni dotarles de relación con su título, simples pretextos para un pago ilegítimo a la persona que indignamente los firmaba. Ha habido muchos

 

 

Fig. 5. El famoso Vermouth Maritrini (fuente).

 

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Richard Posner, El pequeño libro del plagio. Traducción de Manuel Cuesta. El hombre del Tres. Madrid. 2013. 112 páginas
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Publicación en esta web, 10 de enero del 2014

 

 

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