Los timbres son aviesos
me dijo el viejo, y luego, más tarde, delante del trifásico con
coñac que había insistido en pedir, abundó.
Mala gente, los timbres y continuó.
Muchos no lo saben, los miran con simpatía... No me lo explico: a uno le puede caer
simpática una aldaba, un picaporte, hasta el ojo
de una cerradura, aunque...", pareció ensimismarse, dió un sorbetón a su taza y
perdió el hilo... Mientras apuntaba mi cámara a una puerta en el Gòtic había notado una sombra a mis espaldas. Normalmente, alguien se detiene un momento para ver qué estoy fotografiando, o a veces me regañan por hacerlo.... En otras ocasiones se trata de un habitante del inmueble que, por cortesía o cortedad, espera a que acabe para entrar en el portal. De modo que me volví, dispuesto a apartarme o a aguantar alguna impertinencia, pero era sólo un viejecito pulcro, con una cazadora por la que asomaba un chaleco de punto y corbata, y cubierto con una gorra porque caía una lluvia suave. Y sólo me miraba. ¿Qué fotografía? me preguntó. Los timbres le contesté. Y me dispuse a volver al trabajo. No lo haga me cortó, y entonces lo dijo... Los timbres son aviesos.
Yo estaba llevando a cabo un trabajo para el Ayuntamiento: bueno, la agencia para la que trabajo a veces me lo había encargado. Se trataba de hacer un inventario de aspectos mejorables de la parte pública de los inmuebles, y me había tocado el Barri Gòtic. Harto de catalogar desconchones, ventanas rotas y toldos hechos polvo, me había dedicado a las puertas, y por fin a los timbres... Era mi segundo día, y le había cogido cariño al tema, de modo que hice un anotación en el cuaderno de campo, y le dije: ¿Por qué? O dígamelo delante de un café y señalé la puerta de un bar justo a lado, porque empezaba a arreciar. Pues están vivos, y nadie sabe muy bien qué quieren. Bueno: yo creo que lo sé... Nacen como interruptores de la luz, y con el tiempo se transforman y empiezan otra vida: inician su emigración, una emigración cautelosa... A algunos incluso les brota un punto rojo... rojo sangre.
Y no se detuvo ahí: Cuando nos pasó a nosotros, con el interruptor del dormitorio... Estuvo mucho tiempo tranquilo, sin moverse. ¿Para qué iba a querer salir? Ahí tenía su alimento... Pero cuando fuimos envejeciendo, quiso más, y más, porque no le bastaba. Entonces abandonó nuestra habitación: vimos su huella. "¿Tú lo has quitado...?", mi mujer señaló con el dedo el rastro enfermo, pero le temblaba la voz, porque empezaba a adivinar. Yo me quedé helado, y eso que aún no sabía nada.
»Pero no tardamos en localizarle: estaba reptando por el pasillo bajo su nueva forma (o más bien un híbrido) hasta que traspasó la puerta del piso y se detuvo al otro lado, en el descansillo de la escalera. Quien le viera pensaría que llevaba allí varios años: ¡mimetismo! gritó el viejo, y luego volvió a hacerlo, como si le gustara la palabra ¡Mimetismo! Ahí le dejamos, porque mi mujer y yo estábamos cada vez más sordos, y era útil. Pero se había mudado allí para poder coger más sangre, sangre fresca... ¿Usted cree? le interrumpí. Bueno: lo he visto, lo he vivido... contestó.
Supongo que hasta entonces nos había ido chupando la sangre poco a poco, pero cuando ya no le bastaba tuvo que descubrirse: al sentir el picotazo encendí la luz de la escalera, y ahí estaba, justo en el centro del botón, un aguijon retráctil que se hundió hasta desaparecer, sin dejar ni una huella en la superficie... Fue inmediatamente después cuando empezó a su segunda migración, primero alejándose de nuestra puerta y luego escalera abajo...
»Lo busqué en una enciclopedia. No encontré nada sobre ellos, claro, pero aprendí muchas cosas de su comportamiento: es como si fueran gusanos, como tenias o nematelmintos. Reptan, pegados con una especie de ventosas polvorientas, y horadan las paredes que se les oponen, hasta llegar al exterior. Allí recibirán más visitas: timbrazos de niños, del repartidor de butano... Los pakistaníes de las bombonas están siempre enfermos, duran muy poco.
Será de tanto subir y bajar escaleras repuse... Me miró con desprecio, de modo que intenté seguirle un poco la corriente: Así que reptan dije... ¿No? ¿Y horadan? Sí contestó, como lo oye. Atraviesan los muros, y de golpe revientan en el exterior, como una pústula, como una ampolla. Ahí quedan palpitando expectantes, esperando el menor roce. Atraen las miradas de la gente, y crean irrefrenables ganas de pulsarlos... ¿No se ha dado cuenta? Por eso le atajé en la calle: no quería su mal. Pero no a todos se les puede pulsar intenté rebatirle. Los de botón están siendo desplazados por otros modelos: por ejemplo, los timbres de balancín... probé. Se me quedó mirando, con una sombra de pena: No me hable, no me hable: los de balancín son los peores: ellos no punzan, sino que pellizcan o muerden... Pero no es ése el caso ahora había metido la pata al interrumpirle: claramente había perdido el hilo, y se quedó murmurando de forma ininteligible. Repetí de nuevo mi mantra, para ver si le reconducía: Así que horadan... No siempre, no siempre meneaba la cabeza como si él fuera un profesor (a lo mejor lo había sido: sus explicaciones eran, dentro de lo que cabía, precisas, y con un vocabulario muy rico), y yo un alumno renuente... Hay veces que se deslizan por junturas, pasan por huecos antiguos, o aprovechan canalizaciones ajenas: no son tontos, no: si pueden, no consumen energía.
»Son fuertes, tenaces, y es muy difícil oponerse a su instinto de tránsito. Uno puede cruzarles barreras físicas, que las vencerán. O intentar maniatarles, reducirles mediante ligaduras: acabarán por romperlas...
»Les he visto incluso vencer a porteros automáticos (¿se imagina?: ¡porteros automáticos!...) ahí le dio un ataque de risa o de ansiedad y se atascó cloqueando, pero al fin siguió, todo con tal de labrarse un paso hacia el exterior. Es la única vez que he sorprendido a uno en acción. Era una noche de verano, con calor asfixiante... Salí a la calle, y me puse a buscar un poco de brisa por el barrio. Todas las ventanas estaban abiertas, y de ellas salía cualquier tipo de sonido... ya se hará una idea. Las alcantarillas exhalaban un vaho grisáceo, y pensé que por primera vez veía un olor... De pronto escuché un pop, como si se descorchara algo, y ahí estaba una de estas bestias: le había reventado un botón al portero automático, desde dentro. ¡Piense, piense! Ahora gritaba otra vez, y a mí me hacía a cada momento menos gracia: ¡Piense que alberga un parásito en el cerebro y que de pronto le saca un ojo, empujando desde el interior de la órbita! ¿Le gustaría, eh? ¿Le gustaría...? Hizo pop, y allí asomaba la cabecita, buscando el mejor lugar por las proximidades.
Miraba a un lado y a otro, mientras decía esas palabras, y yo por un momento pensé que imitaba el proceder de la bestia que había sorprendido, pero no: era sólo que buscaba al camarero para pedirle otro trifásico. Apenas lo tuvo encomendado, siguió aplicadamente: Aprovechan todo: asoman por grietas, por cualquier intersticio: hasta por buzones les he visto aparecer... Al principio eso me asombró: ¡no les daba miedo!, hasta que comprendí que de alguna manera les serían útiles, como esos pececillos que los tiburones toleran en sus fauces, porque les limpian los dientes...
»Otras veces emiten zarcillos y trepan o se descuelgan como malas hierbas: se enroscan en barrotes, descienden en lianas hasta localizar un buen sitio y entonces emiten su baba pelusienta que los sujeta a cualquier superficie. Es asombrosa la fuerza que tiene la vida (porque están vivos, claramente), su avidez por desarrollarse y ocupar espacios, y llegar hasta su alimento... ¡Que somos nosotros! concluyó, triunfalmente. No habló ni una palabra más hasta que tuvo la nueva taza ante él, y entonces trazó una hélice con su dedo índice:
A veces da la casualidad de que varios de ellos llegan al mismo tiempo: unos se han descolgado por la fachada, otros han perforado sus caminitos, y el de más allá se apoya en un par de zarcillos. Da lo mismo: entonces se reparten el lugar y forman una colonia. A estos se les reconoce rápido, porque son cada uno de su padre y de su madre, pero ahí están, ordenaditos y esperando: ¿qué van a hacer?
Esperando su presa dije, para que siguiera. Abrió los ojos mucho: ¡Así es! Supongo que empezaron alimentándose de insectos: moscas, hormigas, cucarachas... Acecharían incansables hasta que alguna se les pusiera a tiro. pero no era una dieta muy rica, no... Quizás por azar descubrieron que había cosas más nutritivas: la sangre de viejo, por ejemplo, o la de niño.
»En tiempos, supongo, debieron luchar por la supremacía, pero la evolución les llevó a comprender que era una tontería debilitarse y quedar expuestos a un ataque: en estos barrios abundan los cloros... ¿Los cloros? repuse... ¿Quiénes son los cloros? No tenía ganas de hablar de ellos, o a lo mejor no me había oído, o es que se le ocurrió de repente otra idea: casi podía ver detrás de sus ojos acuosos cómo un pensamiento desplazaba a otro y tomaba el relevo: Aunque también están los de las pegatinas: advierten y avisan, pero siempre en silencio. Una tarde oscura vi a una chica que iba pegándolas portal por portal. Le grité que me esperara: quería interrogarla... Pero salió corriendo; era pálida, y su mirada triste. Yo no había renunciado a entender, de modo que le interrumpí: ¿Pegatinas?
Las ha visto por mucho sitios, pero no me prestan atención, no me prestan atención canturreaba, levantando un dedo amenazador, como si yo fuera un niño. Me dolió la forma, pero no me quería perder lo que decía: son advertencias. ¿Quién las pone? ¿El Gobierno? ¡No me haga reír! Deben ser grupos independientes... Bueno, da lo mismo. ¿Ha llamado alguna vez a un número de teléfono de los que figuran allí? Yo lo he hecho: son lugares para reportar o hacer denuncias. Al cabo de horas o de meses, vienen y con suerte se llevan a alguno... Por eso sus aliados arrancan, quitan las pegatinas, para que el pueblo no reaccione. ¡Pero otro vendrá, amparado por la noche, y repondrá las claves! Hágame caso y me puso una mano familiar en el brazo denuncie a los que pueda... La luz de los fluorescentes aportaba una claridad excesiva a la mugre de las paredes, de las mesas. A nuestro lado, otro viejo competía contra sí mismo alternando tragos de cerveza con sorbos de coñac y un cigarrillo tras otro. Comprendí cómo se podía asistir impávido a la metamorfosis de los objetos cotidianos y aprender a convivir con las amenazas y los peligros. "¡¡Metamorfosis!!": la palabra me iluminó de repente, y la repetí, para mis adentros... "Metamorfosis" ¡Eso era!
¡La fase larvaria! grité, de pronto, al caer en la cuenta Se mueven y comen todo lo que pueden, para acumular nutrientes. Pero luego tendrán que encerrarse y descansar, ¿no? Para la metamorfosis... Muy bien, muy bien... me estaba mirando a los ojos, casi por primera vez Se va acercando se había exaltado, y me apuntaba con el dedo tembloroso que ostentaba en la yema la micropunción... Sí: se retiran a sus capullos de polvo, y allí esperan y cambian hasta que les llega la hora...
Me quedé callado, de pronto, hasta que reaccioné: ¿Y qué sale luego? ¿Qué sale? me dijo. Sí: ha dicho que cambian en sus capullos. ¿Que cambian hacia dónde? ¿En qué se convierten? ¡No se convierten en nada! me dijo el viejo, casi me gritó: siempre lo fueron. ¿Siempre fueron el qué? ¡Siempre fueron aquello en lo que se convierten! ¿No puede entenderlo? ¡Cada uno según su naturaleza! bajó el tono al darse cuenta de que nos miraban, y siguió Unos se vuelven mecanismos de fragmentación, otros acechan con sus flagelos el paso del caminante, los hay que aprestan sus esqueletos metálicos a la espera de una víctima, o acechan enfilados para la descarga. Hay tantas formas como intenciones: ¡y todas son malvadas!
»Cuando son lo bastante fuertes llegan a despegarse y abandonar su hogar. No me pregunte bajo qué forma ni qué hacen, pero he visto sus huellas. Alguno habrá saltado sobre un transeúnte desprevenido (y respecto a según que cosas todos lo estamos, ¿no cree?), otro se ha llevado consigo parte de su utillaje, a juzgar por el hueco que dejan... Ahí les pierdo la pista, y si tengo que decirle la verdad, ¡me alegro! Ya sé demasiadas cosas, que además no van a servir de nada, ni a mí ni a los idiotas a quienes se las cuento...
Tenía ya bastante. Me levanté, fui a la barra, y pedí que me cobraran, con una prisa impropia de un local que parecía estar al margen del Tiempo. Por fin pagué, y eché una ojeada a mi interlocutor, que hundía la mirada en la taza: ni le dije adiós. La calle estaba helada después de la lluvia: me quedaban unas casas más por fotografiar, pero no tenía ganas. Recordé que mi amiga N*** vivía por el barrio, y de golpe me apeteció mucho pasar a verla: quería contarle mi extraño encuentro, preguntarle si conocía al viejo... Consulté su dirección en la agenda y comprobé que quedaba a sólo unas manzanas. Caminé deprisa, casi furtivamente, con la impresión de que me observaban, aunque no había nadie por la calle, y perseguido por las sonrisas sardónicas de los tiradores de las puertas.
Al acercarme al portal de mi amiga me pregunté qué haría si tenía uno de esos viejos timbres cuya sola visión ahora me repugnaba. Decidí que en ese caso la llamaría por teléfono para que me abriera. Sería lo mas seguro... Pero por suerte tenía un moderno portero automático, con sus tranquilizadoras hileras uniformes de botones de plástico. ¡Qué curioso!: el viejo no me había dicho ni una palabra sobre los sucesores de los viejos timbres. ¿O había mencionado...? Deseché el pensamiento. Busqué su piso y número y por fin apreté, confiado, en la larga y alegre llamada de un amigo en una tarde de lluvia.
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