Oficiales del segundo batallón de infantería
en la campaña contra Conselheiro. Fuente. ¿No han leído todavía
Los sertones, de Euclides da Cunha? ¡Qué envidia! Les espera toda una experiencia...
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Los Sertones —escribió Emir Rodríquez Monegal— es, simultáneamente, un vasto e hiperbólico anális del ambiente y el hombre de esa desolada región del nordeste bahiano, así como una extraordinaria narrativa de la locura que hizo que un pueblo de desposeídos, inflamados por la retórica religiosa y populista de Antônio Conselheiro, enfrentase y venciese tres cuerpos del Ejército brasileño antes de ser aniquilados por un cuarto cuerpo en 1897".
Este episodio (conocido como
Guerra de Canudos) lo conoció el autor de primera mano, por haber viajado con el ejército como periodista. Dio lugar también a la novela de Vargas Llosa
La guerra del fin del mundo.
En español hay una edición disponible:
Los sertones (Madrid,
Fundamentos, 1981, traducción de Benjamín de Garay, en la gran Colección Espiral que dirigió Julián Ríos). La edición íntegra en portugués (
Os sertões) está en la red, en el sitio dedicado al autor
Euclides da Cunha.
Pues bien: he aquí un fragmento en el que se relata la huella gráfica de los heridos del ejército en retirada. Una muestra más de ese
libro discontinuo que (al menos desde
Pompeya) escriben los hombres por las paredes...:
Palimpsestos ultrajantes
Y en todas partes —a partir de Contendas— en cada pared blanca de cualquier vivenda más presentable, que muy rara vez aparecían entre las casuchas de barro, se abría una página de protestas infernales. Cada herido, al pasar, dejaba en ellas, con trazos de carbón, un reflejo de las amarguras que lo punzaban, libérrimamente, amparándose en el anónimo común. La mano de hierro del ejército se abrió allí, trazando con caracteres enormes la urdimbre del drama; fotografiando, exacta, en aquellas grandes placas, el aspecto tremendo de la lucha en inscripciones lapidarias, en una grafía brutal, en donde se atrapaba flagrante el sentimiento de los que la habían grabado.
Sin la preocupación de la forma, sin las grafías engañadoras, aquellos toscos cronistas dejaban por allí, indeleble, el esbozo real de la mayor vergüenza de nuestra historia —pero brutal, ferozmente, en pasquinadas increíbles—, libelos salvajes en que se mezclaban pornografías irritantes y hondas esperanzas, sin una frase varonil y digna. La onda oscura de rencores que rodaba en el camino, chocaba contra aquellas paredes, entraba en las casas, inundándolas hasta el techo...
La comitiva penetrándolas descansaba envuelta en un coro silencioso de improperios y maldiciones. Versos cojos, erizados de rimas duras, amontonando torpezas increíbles dentro de un marco de dibujos pavorosos; blasfemias revoloteando por los rincones en una danza fantásitca de letras tumultuarias, en que caían, violentamente, puntos de admiración rígidos como estocadas de sable: ¡Vivas! ¡Mueras!, saltando por todas partes, por sobre nombres ilustres, infamándolos, chocándose disformes, chascarrillos felinos: apodos denigrantes, alusiones osadas; changas lóbregas de cuartel...
Y la campaña perdía repentinamente el aspecto heróico, sin brillo y sin altura. Los narradores futuros intentarían en vano velarlas en descripciones gloriosas. Tendrían en cada página, indestructibles, aquellos palimpsestos ultrajantes.
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