Si el el lector lleva unos meses materialmente mareado con las noticias de los tiras y aflojas entre Google y el
Author's Guild (la asociación de autores de USA), la
Association of American Publishers y el sistema judicial americano, y ha llegado un punto en el que no sabe qué ha pasado, no se preocupe: esta es la situación en la que estamos todos. Y de pronto, el 9 de noviembre del 2009 parece haberse cerrado una etapa. ¿De qué manera?
Afortunadamente, un atento y bien dotado observador del presente y el pasado del libro, Robert Darnton, ha publicado un clarificador artículo en la
New York Review of Books:
Google y el nuevo futuro digital.
Lo que estaba en juego era convertir a Google (que ya ha digitalizado 10 millones de libros) en una gran comercializador de obras digitales, incluyendo los muchos millones que no tienen propietario de copyright reconocidos (obras
huérfanas). Google sería un monopolio
de facto, dado que nadie podría digitalizar tantas obras como él, dado también que estaría a salvo de cualquier reclamación
a posteriori hecha por propietarios de obras, y además podría fijar libremente el precio de explotación.
El acuerdo, aunque válido sólo para Estados Unidos, fue protestado entre otros por los gobiernos de Francia y Alemania, en lo que concernía a la inclusión de obras propiedad de sus ciudadanos. También rechazaron el sistema de
opt-out, según el cual un autor podría tener sus libros comercializados pr Google, salvo que expresara su deseo de no estar ahí, y la posibilidad que se arrogaba la empresa de censurar (no poder a disposición del público) hasta un 15% de las obras digitalizadas. También intervinieron la International Federation of Library Associations (IFLA), el European Bureau of Library, Information and Documentation Associates (EBLIDA), y la Ligue des Bibliothèques Européennes de Recherche (LIBER), que denunciaron el peligro de que una gran proporción del patrimonio bibliográfico de la humanidad estuviera bajo el control de una sola empresa.
El acuerdo revisado por el Departamento de Justicia americano ha introducido importantes novedades, como que los beneficios por la explotación de obras huérfanas no quedarán para Google, sino que alimentará un fondo destinado a registrar datos de propiedad intelectual. Google también pierde la exclusiva de comercializar libros agotados: cualquier empresa podrá venderlos a individuos, aunque retiene la exclusiva de suministrarlos en grandes bases de datos a instituciones.
Otra importante modificación es que el acuerdo sólo acogerá a las obras publicadas en los países que comparten el mismo sistema legal: Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Australia.
Pero incluso esta variante del acuerdo ha sido protestada por la competencia interna: la
Open Book Alliance, cuyos miembros incluyen Microsoft, Amazon, y Yahoo.
Y así están (muy resumidas) las cosas: el acuerdo puede seguir, dice Darnton, rebotando de tribunal en tribunal. ¿Qué se podría hacer?
Una solución muy ambiciosa sería comprar a Google la base de datos de libros, transformándola en una auténtica biblioteca pública. Otra posibilidad sería que las obras huérfanas y en el dominio público fueran gestionadas por una institución independiente, como el
Internet Archive. El paso de los libros digitalizados al sector público haría que muchos de los fallos de digitalización y catalogación (el punto flaco de Google Libros) fueran resueltos con ayuda de especialistas en bibliotecas. Hay que recordar que las bibliotecas y los lectores (ese importante eslabón final de la cadena) han estado ausentes de este acuerdo.
En medio de todo este ruido y tiras y aflojas hay que recordar una cosa: todo el impulso de digitalización de libros de las bibliotecas partió de Google. Si hoy existen otros proyectos, empezando por
Europeana, se debe al despegue, a la
competencia del gigante norteamericano. Los gobiernos europeos han estado años presumiendo de patrimonio cultural, mientras lo encerraban en instituciones poco accesibles al público. Bienvenido sea, por tanto, este impulso que ha sacudido, para bien, las bases de la difusión de los libros y ha abierto materialmente la puerta de la cámara del tesoro.
Las tensiones producidas reflejan bien las debilidades de sistemas de derechos de autor concebidos para condiciones materiales y tecnológicas muy diferentes, pero si el dilema se plantea entre tener acceso, aunque sea desde una sola fuente, a millones de obras huérfanas y en el dominio público, o no tenerlo, la elección está clara.
El control monopolístico de un acervo cultural tan importante es un problema, pero los gobiernos y las instituciones podrán (esperemos) encontrar una solución que no sea dar paso atrás y condenar a libros que, hechos bitios, aspiran a su circulación y difusión, a permanecer encerrados como si aún los cobijaran sus cajas de papel.
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